Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre…
1Reyes, 10, 1-10; Sal. Sal. 36; Mc. 7, 14-23
‘Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre… lo que sale de dentro, eso sí mancha
al hombre…’
Ayer hablábamos de la preocupación de los fariseos porque
los discípulos de Jesús comían con manos impuras. Y ya recordamos la respuesta
de Jesús. Lo de comer con manos impuras, dejando a un lado razones higiénicas,
hacía referencia a que los judíos consideraban impuras tanto algunos animales
como algunas cosas.
Quien estuviera en contacto con alguna de esas cosas –
un flujo de sangre, la enfermedad de la lepra, un muerto o un sepulcro, por
citar algunas – se le consideraba impuro; y lo mismo en referencia a algunos
animales, por ejemplo el cerdo era considerado un animal impuro y por eso no se podía comer su carne, como siguen
haciendo hoy tanto los judíos como los musulmanes.
Por eso era necesario purificarse, lo de lavarse las
manos que escuchábamos ayer. Pero Jesús nos viene a decir que lo que hace impuro
al hombre no es lo que entre de fuera. Como nos dice el evangelista, ‘con esto
declaraba puros todos los alimentos’. Un mensaje nuevo y distinto que nos deja
el evangelio.
Recordamos en este sentido algo que nos cuentan los
Hechos de los Apóstoles, cuando Pedro tiene una visión y ve bajar del cielo un
lienzo con toda clase de alimentos y animales, y una voz le dice que coma. Ante
el rechazo de Pedro diciendo que él no come nada impuro, le dice esa voz del
cielo que cómo Pedro va a considerar impuro lo que el Señor ha declarado puro.
En este caso era una referencia al anuncio del evangelio en casa del centurión
romano al que es llevado Pedro y que será luego bautizado.
Pues bien, siguiendo con el evangelio, Jesús nos dirá
que lo que hace impuro al hombre, lo que mancha el corazón del hombre, son las
maldades con las que lo podemos llenar. Es en el corazón del hombre donde pueden anidar ‘los malos propósitos, las fornicaciones,
robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia,
difamación, orgullo frivolidad’. Una lista de pasiones desenfrenadas que
llenan de maldad al hombre nos señala Jesús.
Abundando en lo que ya ayer reflexionábamos, es de todo
eso de lo que tenemos que cuidarnos, de lo que tenemos que purificarnos. Son
tentaciones que nos aparecen continuamente, muchas veces de manera sutil, que
nos confunden y nos engañan. No nos podemos dejar llevar por la frivolidad sino
darle hondura y profundidad a nuestra vida buscando siempre lo bueno. Cuánto
daño nos hacemos a nosotros mismos cuando nos dejamos arrastrar por el
desenfreno de todas esas pasiones y cuánto daño podemos hacer a los demás. Cómo
en nuestro orgullo y egoísmo dejamos introducir esa maldad en el corazón.
Cuánto tenemos que purificar.
Purifiquemos, sí, nuestro corazón, y adornémoslo con
las buenas virtudes. Empapémonos del amor de Dios para que lo que siempre
sobreabunde en nuestro corazón sea el amor. Cuando amamos seriamente y de
verdad obraremos con rectitud y nobleza, porque siempre lo que buscaremos es lo
bueno, el bien que le queremos hacer a los demás.
Cristo viene a transformar nuestro corazón. No sólo nos
señala ese camino de rectitud y de amor en el que hemos de vivir sino que
también nos acompaña con su gracia, con la fuerza de su Espíritu que nos
transforma allá en lo más hondo de nosotros mismos y nos impulsará siempre al
bien, a lo bueno, a lo recto, al amor.
Aprovechemos esa gracia del Señor que nunca nos falta.
Que nos llene siempre el Espíritu de Sabiduría que nos hace gustar la gracia
del Señor y lo hermoso que es el amor que Dios siembra en nuestro corazón.
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