Isaías, 1, 11-17;
Sal. 49;
Mt. 10, 34 – 11, 1
El evangelio que acabamos de escuchar de entrada nos desconcierta. Jesús nos dice ‘no penséis que he venido a la tierra a sembrar paz; no he venido a sembrar paz sino espadas…’ y en ese sentido continúa. Nos desconcierta porque a Jesús lo reconocemos como el Príncipe de la paz anunciado por los profetas; en su nacimiento los ángeles cantaron paz para todos los hombres que el Señor ama; y Pablo nos dirá que vino a reconciliar consigo a todos los hombres poniendo paz por la sangre de su cruz.
¿Cómo entendemos, pues, esas palabras de Jesús? Primero no las podemos sacar del contexto en el que fueron dichas. Nos lo recuerda el último versículo que hemos escuchado ‘cuando Jesús acabó de dar estas instrucciones a los apóstoles…’ Está, pues, enmarcado, en las instrucciones que dio a los apóstoles al enviarlos a predicar, como hemos venido escuchando estos días pasados.
Ya les anunciaba que no siempre iban a ser bien recibidos, porque aunque el anuncio que habían de hacer era la paz en aquella casa en la que entraban, si no había gente de paz, la paz volvería a ellos. Y el anuncio del Reino de Dios que iban haciendo por todas partes no siempre era bien aceptado, y a causa del Reino, de vivir ese sentido nuevo y esa vida nueva que con el Reino de Dios llegaba iban a encontrar oposición y división incluso entre aquellos más cercanos como podía ser la familia. Habla de esa enemistad que va a surgir entre padres e hijos y entre unos familiares y otros.
Por otra parte cuando algunos se habían ofrecido a seguirlo o El los había invitado, ante disculpas o deseos de posponer la respuesta porque había que ir a enterrar al padre que había muerto o por querer despedirse de la familia, les había dicho que ‘los muertos entierren a sus muertos… y el que pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás no es digno del Reino de Dios’.
No nos extraña lo que hoy nos dice que ‘el que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí, y el que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá y el que pierda su vida por mí, la encontrará’. Una pérdida que no es pérdida sino ganancia, porque podríamos recordar lo dicho en otro momento ‘¿de qué le vale al hombre ganar todo el mundo si al final pierde su vida, su alma?’
¿Paz, entonces, o espadas? La espada significa esa exigencia de entrega, esa renuncia para darse, aunque sea doloroso. Pero la paz si la encontraremos; la paz de verdad, la paz más honda que podamos sentir en el corazón; no la paz impuesta por la violencia sino la que nada del amor y de la entrega.
Y finalmente nos habla de cómo la acogida que hagamos a sus enviados, o cualquier cosa buena que hagamos por el Reino de Dios no quedará sin recompensa. Algo tan sencillo como un vaso de agua dado en su nombre. En generosidad no le ganamos a Dios. Siempre el amor que el Señor nos tiene nos superará porque además la recompensa que nos promete tiene duración eterna en el cielo, pasa por la vida eterna que quiere regalarnos.
Y subrayamos lo dicho por el profeta: ‘Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones; cesad de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad la justicia, defended al oprimido; sed abogados del huérfano, defensores de la viuda’. Un camino que agrada al Señor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario