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miércoles, 28 de julio de 2010

El tesoro de la fe por el que hemos de ser capaces de darlo todo

Jer. 15, 10.16-21;
Sal. 58;
Mt. 13, 44-46

En las cosas de la vida somos muy interesados y para conseguir aquello que anhelamos no nos importan los esfuerzos que haya que hacer o los sacrificios por los que tengamos que pasar. Y cuando digo en las cosas de la vida me refiero en primer lugar a las cosas materiales, las riquezas o placeres de este mundo y todas esas cosas que soñamos poseer porque en ellas quizá ponemos nuestra felicidad. El que aspirar a tener una buena cosa o un buen coche, un lugar importante o influyente en la vida o unas cosas de las que presumir, y así no sé cuantas cosas más en nuestra vanidad podemos desear.
Pero en las cosas de la Vida, y ahora pongo VIDA con mayúsculas, como pueden ser unos principios morales por los que regir nuestro caminar, una fe que nos ilumine, un Dios en quien creer y a quien amar, un sentido hondo a nuestra existencia, ¿seremos capaces igualmente de esforzarnos y hacer los sacrificios que sea con tal de vivir de esa manera? Pareciera que en las cosas de Dios somos mas remisos y tacaños, ponemos límites a los esfuerzos o deseos de superación, rehuimos lo que signifique un sacrificio o un negarnos a nosotros mismos. Pienso en lo tacaños que somos para Dios tantas veces a la hora de dedicar nuestro tiempo a las cosas de Dios o a las vivencias religiosas.
Cómo encontramos siempre mil disculpas para la misa del domingo; cómo nos cansamos tan fácilmente en nuestras celebraciones que siempre nos parecen largas, mientras en otras cosas se nos van las horas y nunca miramos el reloj. El otro día contemplaba a unas personas a las que había visto danzando en una fiesta sin manifestar ningún cansancio a pesar de ciertas deficiencias físicas que padecían, pero cuando llegaba la hora de la Misa se la pasaban sentadas porque era cansado estar de pie los momentos que hay que estarlo en la celebración. Es una anécdota, si queréis, pero que manifiesta quizá muchas actitudes que puede haber en el interior.
¿Será en verdad para nosotros la fe ese tesoro escondido y encontrado o esa perla preciosa de la que nos habla Jesús hoy en las parábolas? ‘El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo… se parece también a un comerciante en perlas finas que al encontrar una de gran valor, vende todo lo que tiene y la compra…’ Nuestra fe en Jesús es ese tesoro, esa perla fina, por lo que tendríamos que ser capaces de darlo todo.
Tenemos que saber buscar ese tesoro. Tenemos que saber encontrarlo. Cristo viene a nosotros como lo más grande y hermoso que nos pueda suceder. Tenemos que despertar nuestra fe que muchas veces parece aletargada y dormida. Tenemos que descubrir de verdad toda la riqueza del Evangelio. A pesar de que cada día lo estemos escuchando y tanto hayamos oído hablar de Jesús y del Reino de Dios, algunas veces no le damos toda la importancia que tendríamos que darle. Y la fe pudiera convertirse en un adorno de nuestra vida que utilicemos según nos convenga.
Pero ese tesoro de nuestra fe es único, y por vivir esa fe tendríamos que ser capaces de darlo todo. Dios es lo más hermoso que nos puede suceder en la vida, nuestro encuentro con El, la escucha de su Palabra, su presencia en nuestra vida, allá en lo más hondo de nosotros. Valoremos nuestra fe; valoremos nuestro ser cristiano; valoremos todo lo que nos enseña Jesús; valoremos la salvación y el amor que Jesús nos ofrece. Démosle gracias a Dios por el don de la fe.

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