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viernes, 4 de octubre de 2013

Siempre está el Señor esperando nuestra respuesta a su amor

Baruc, 1, 15-22; Sal. 78; Lc. 10, 13-16
El anuncio de la buena noticia del evangelio no siempre encuentra el eco adecuado en el corazón de quienes la escuchan y muchas veces la respuesta es negativa, no solo en el sentido de ir en contra, sino también en la ignorancia que se manifiesta ante lo que se nos anuncia.
Jesús reconoce esas respuestas diversas por parte de aquellos a los que se anuncia el Evangelio porque así además nos lo explica incluso de diversas maneras con sus parábolas. Cuando nos habla de la parábola del sembrador no toda la tierra acoge de la misma manera la semilla de la Palabra que en ella se siembra, porque habrá dureza de corazón, o habrá muchos apegos en el corazón con lo que o no podrá brotar debidamente la semilla plantada o se secará fácilmente una vez que haya brotado.
También en las parábolas del Reino que compara con un banquete, no todos los invitados aceptan la invitación y muchos darán la espalda a dicha invitación marchando a sus cosas y no haciendo caso. O en la parábola de los labradores a los que encargó su viña, no responderán dando el fruto que se espera de ellos, rechazando incluso a los mensajeros del amo o asesinando a su hijo para apoderarse de la viña.
Hoy escuchamos el corazón lleno de dolor de Jesús porque aquellas ciudades a las que de alguna manera ha dedicado más tiempo en los alrededores del lago de Tiberíades no han dado la respuesta a su mensaje. ‘¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti Betsaida!... y tú, Cafarnaún ¿piensas escalar el cielo?’ Cuántos milagros realizados por Jesús en las orillas de Tiberíades en las diferentes ciudades; cuántas horas de predicación en los caminos, en las casas, en las sinagogas, en las montañas del alrededor, en la misma orilla del lago. Como les dice Jesús ‘si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho esos milagros… hace tiempo se habrían convertido’.
Es como una llamada más que Jesús hace a la conversión. Por aquellos caminos, en esos pueblos y aldeas Jesús había comenzado su misión anunciando el Reino de Dios e invitando a la conversión. Muchos entusiasmados le seguían; habían surgido numerosos discípulos que lo escuchaban a gusto y se iban con El; de entre ellos había escogido a aquellos a los que nombró apóstoles. Pero muchos seguían dando la espalda. Y la llamada e invitación a la conversión se seguía repitiendo.
Como la llamada e invitación que Jesús continuamente nos hace a nosotros y no terminamos de dar una decidida respuesta. Siempre andamos también con nuestras reservas. ¿Cuántas veces hemos escuchado la Palabra de Dios? ¿cuántas veces hemos contemplado las maravillas que el Señor hace ante nosotros para manifestarnos su amor? ¿cuántos momentos de gracia hemos vivido en celebraciones, en momentos especiales de oración y de encuentro con el Señor? Y seguimos envueltos en nuestras debilidades; y no somos todo lo santos que tendríamos que ser porque el pecado nos sigue arrastrando.
Porque cuando escuchamos el lamento lleno de dolor por aquellas ciudades como se nos proclama hoy en el evangelio no nos vale decir, mira cómo era aquella gente que con tantas maravillas que hizo el Señor ante ellos sin embargo no terminaron de convertir su corazón al Señor. Lo que tenemos que hacer es preguntarnos cuál es nuestra respuesta.
Nos vendría bien el hacer un repaso de tantas gracias como hemos recibido del Señor. Reconocer cuánto es el amor que el Señor nos tiene que tanto nos ha perdonado y tanta gracia nos ha dado. Tenemos tanto por lo que darle gracias a Dios. Sintamos la invitación que nos hace una y otra vez a que vivamos una vida santa.

Que el ejemplo de san Francisco de Asís, a quien hoy celebramos, nos estimule y nos impulse a caminar esos caminos de santidad, esos caminos de humildad, mansedumbre y amor, como él los vivió.

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