El combate de la fe que hemos de hacer mirando los ojos del hermano que sufre a nuestro lado
Amós, 6, 1.4-7; Sal. 145; 1Tim. 6, 11-16; Lc. 16, 19-31
‘Hombre de Dios,
practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza.
Combate el buen combate de la fe…’
son las recomendaciones que le hacía san Pablo a su discípulo Timoteo, como
hemos escuchado en la segunda lectura.
¿Cómo combatir, conquistar ese combate de la fe? Y nos
habla de justicia, de piedad, de amor, de paciencia, de delicadeza. Ese combate
de la fe lo tenemos que realizar, por así decirlo, con los pies en la tierra,
en esa vida concreta que vivimos cada día. Algunos podrían pensar en la fe y
quedarse en alturas sobrenaturales y místicas.
Sí es algo sobrenatural porque la fe es un don de Dios,
nos une a Dios, pero hemos de reconocer que no seremos capaces de vivir unidos
a Dios por la fe si rompemos los lazos de unión en el amor, en la justicia, en
el bien que hacemos, con los hermanos. La fe no nos aísla del mundo que vivimos,
sino todo lo contrario porque nos tiene que hacer vivir cada día más
comprometidos con ese mundo que nos rodea, con esos hermanos que caminan a
nuestro lado.
Un ejemplo de quien no fue capaz de vivir este sentido
de la vida, lo contemplamos en la parábola que Jesús nos propone en el
evangelio. Quien vive encerrado en sí mismo, en las cosas o riquezas, en los
placeres y el pasarlo bien aislándose de cuantos le rodean no podrá ni abrirse
a Dios ni encontrarse con Dios.
Es la imagen del ‘hombre
rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día’.
A su puerta estaba ‘un mendigo llamado
Lázaro, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la
mesa del rico’, a quien no era capaz
de ver ni de reconocer.
Es la descripción que nos hacía también la profecía de
Amós de los ricos acostados en lechos de marfil, arrellanados en divanes,
comiendo los carneros del rebaño y las terneras del establo, bebiendo buenos
vinos y ungidos con perfumes exquisitos, pero que no se dolían del desastre de
José.
Ni el rico epulón veía a Lázaro, ni aquellos ricos
descritos en la profecía se dolían del sufrimiento de quienes estaban a su
lado. Encerrados en sí mismos, en sus riquezas o en sus placeres su corazón era
insensible al sufrimiento de quien estaba a su lado.
Jesús dice el evangelista que dijo la parábola a los
fariseos. Jesús nos dirige su Palabra, esta Palabra que hoy se nos ha
proclamado y que está queriendo llegar a nuestros corazones a nosotros, también
a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Nunca la Palabra del Señor es solo
un recuerdo del pasado, sino que siempre es una palabra viva y actual; una
palabra que se nos dice hoy y aquí a nosotros.
¿Nos interpelará de alguna manera? ¿Nos hará
preguntarnos por nuestra sensibilidad ante los problemas de los demás?
¿Sentimos como algo nuestro y que nos lacera el corazón - el mío y el tuyo, no
nos quedemos en algo indeterminado - la situación por la que están pasando
tantos hoy a nuestro alrededor en la actual coyuntura de nuestro mundo?
Pudiera ser que nosotros no tengamos tantos problemas
ni necesidades, que mas o menos nuestra vida vaya resuelta con nuestro trabajo
o con lo que tenemos - y no hablamos de excentricidades, de riquezas o de lujos
que podamos o no podamos tener - pero en el camino de la calle de cada día nos
podemos ir encontrando gente con problemas, con necesidades, que nos tienden la
mano solicitando una ayuda o quizá hasta en su orgullo se callan su necesidad
pero sin saber como salir adelante, y nosotros, ¿qué hacemos? ¿seguimos nuestro
camino sin mirar al lado quizá para no enterarnos?
Hablamos, es cierto, de los problemas de pobreza y muy
gordos que se están dando hoy en nuestra sociedad, pero también podríamos
hablar de otros muchos problemas, como la soledad y el abandono que padecen
muchos, como la angustia y falta de alegría tantos por los mil agobios que nos
da la vida, como el dolor y sufrimiento por enfermedades propias o de aquellas
personas cercanas, o el sufrimiento por sus debilidades o discapacidades donde
nadie quizá les tienda una mano para ayudarle a valerse por sí mismos. Algunas
veces no nos enteramos o no queremos enterarnos.
La parábola sigue diciéndonos muchas cosas. ‘Murió el mendigo y lo llevaron al seno de
Abrahán. Se murió también el rico y lo enterraron’. Y nos habla del abismo
en el que se encontraba en medio de sufrimientos, torturado por las llamas y
sin nadie que refrescara su lengua con un poco de agua. Y ya escuchamos el
diálogo surgido entre el rico desde el abismo y Abrahán.
Cuando ya se resigna porque allá se ve castigado lejos
de Dios porque no había sabido ver ni escuchar a Dios en vida, ahora pide que envíe
a Lázaro a avisarles a sus hermanos para que no les suceda lo mismo. Ya
escuchamos la respuesta de Abrahán: ‘Tienen
a Moisés y los profetas; que los escuchen… si no escuchan a Moisés y a los
profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto’.
Decir Moisés y los profetas entendemos muy bien que se
está refiriendo a la Palabra de Dios. La ley, significa en Moisés, y los profetas
eran el fundamento de toda la Sagrada Escritura en el Antiguo Testamento.
Cuando ahora nosotros escuchamos esa expresión bien sabemos que se está
haciendo referencia a la Palabra de Dios.
Es lo que estamos haciendo ahora nosotros. Queremos
escuchar al Señor que nos habla y nos habla desde la Palabra de Dios proclamada
y que con fe estamos queriendo escuchar. Dejémonos interpelar por esa Palabra
que el Señor quiere decirnos y que nos llega al interior de nuestro corazón. No
nos hagamos oídos sordos, aunque nos escueza en las heridas de nuestra alma. No
nos encerremos en nosotros mismos, sino abrámonos a la acción de Dios.
Ahora entenderemos mejor aquella recomendación que nos
hacía san Pablo en sus palabras dirigidas a Timoteo. Vamos a combatir el buen
combate de la fe y tenemos que hacer brillar en nuestra vida la delicadeza y el
amor, la paciencia humilde pero también la confiada esperanza, la búsqueda del
bien y la lucha por la justicia, el amor que nos compromete y el compartir que
nos hace generosos, los oídos abiertos del corazón para escuchar el lamento del
hermano que sufre pero también los ojos atentos para descubrir la necesidad que
hemos de remediar, las manos y los pies prontos para el servicio y para la
ayuda, y la palabra que anime y dé esperanza a tantos que van cansados por la
vida.
Cuántas cosas podemos hacer; cuántas cosas tenemos que
hacer a favor del hermano Lázaro que vemos a nuestra puerta, sentado quizá a
nuestro lado, o en la orilla de ese camino de la vida. Pero quien cree en Jesús
ni puede pasar de largo, ni entretenerse en sus cosas porque ya lo tiene todo
resuelto, ni vivir con un corazón insensible. La fe que tenemos en Jesús nos
pone siempre en camino, nos compromete, nos hace luchar por los demás, pero
también llena siempre de alegría nuestro corazón en la satisfacción de todo lo
bueno que hacemos o podemos hacer.
Así hemos de conquistar la vida eterna a la que fuimos
llamados. Así podemos cantar para siempre la gloria del Señor. ‘A El honor e imperio eterno. Amén’.
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