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jueves, 12 de enero de 2012


Humildad y confianza ante Jesús como el leproso

1Samuel, 4, 1-11;
 Sal. 43;
 Mc. 1, 40-45
‘Acudían a El de todas partes...’ Lo venimos escuchando repetidamente en este primer capítulo del Evangelio de Marcos. ‘Su fama se extendió enseguida por todas partes por la comarca entera de Galilea’.
Ahora es un leproso el que se acerca a Jesús rompiendo todas las barreras que le hubieran impedido llegar hasta Jesús. Bien sabemos que los leprosos habían de vivir apartados de la comunidad y no podían acercarse de ninguna manera a los sanos. Incluso si alguien se acercaba a ellos tenían que advertirle que era un leproso. Leyes duras, si queremos pensar, pero en cierto modo normales desde el lado higiénico para evitar los contagios en una época en que no se disponía de las medicinas con las que hoy podamos contar – no podemos juzgar con los criterios de nuestra época aquellas situaciones -. Significaba discriminación, marginación de quienes eran considerado algo así como unos malditos.
Pero en este caso el leproso se acerca y su petición llena de humildad, pero también de una fe grande puede ser un modelo para nuestra oración al Señor. ‘Se acercó un leproso, suplicándole de rodillas: Si quieres, puedes limpiarme’. No exige; expresa con humildad su situación; pero manifiesta también una gran confianza. Se siente manchado e indigno, pero tiene confianza en que va a ser purificado. Había sido capaz de saltar todas las barreras que le impedían acercarse a Jesús porque tenía la confianza de que iba a ser curado. Sabe que Jesús puede hacerlo, está seguro en su fe en que así va a suceder, pero no reclama ni exige, sólo pide y lo hace humildemente, ‘si quieres’.
Y Jesús lo curará. ‘Quiero, queda limpio’. Y Jesús se saltará también las barreras, porque ‘sintiendo lástima, extendió la mano y lo curó… y la lepra se le quitó inmediatamente’. Allí había un hombre cargado de sufrimiento y el amor y la compasión de Jesús aparecen inmediatamente con ese gesto tan hermoso de extender la mano para tocarlo. El amor rompe barreras. El amor no tiene límites. El amor nos hace siempre llegar directamente a la persona. Cuánto tenemos que aprender.
Primero aprendamos esa lección para nuestra oración. La humildad y la confianza. Ante Dios tenemos que ponernos siempre con corazón humilde. Ante Dios nos sentimos siempre pequeños y pecadores, a pesar de que El nos ha levantado y nos ha dado una dignidad grande. Pero ya sabemos cómo manchamos nuestra vida con el pecado.
No vale entonces presentarnos ante Dios con reclamaciones porque nosotros somos buenos y hacemos tantas cosas buenas. Somos los siervos inútiles que hacemos lo que tenemos que hacer. No podemos ir con la actitud del fariseo de la parábola cuando subió al templo a orar haciendo una lista de las cosas buenas que él decía que hacía de sus penitencias y ayunos o de sus limosnas, pero que con su orgullo y autosuficiencia las estaba manchando todas. Se nos meten fáciles esos orgullos en el corazón para decir con frecuencia que no tenemos pecado. Seamos humildes ante el Señor porque ante tanto amor como El nos tiene, pobre es siempre nuestra respuesta.
Pero la humildad va acompañada siempre de la confianza. Sabemos que acudimos en nuestra oración a quien nos ama porque es nuestro Padre. Siempre nos escucha. Aunque nos parezca que no atiende a nuestras peticiones. Veamos bien qué es lo que le pedimos y cómo se lo pedimos. Pero veamos siempre cuanto  nos regala el Señor que será siempre mucho más de lo que nosotros hayamos deseado o pedido. Jesús nos lo repite continuamente en el evangelio la confianza con que hemos de acercarnos a Dios. Sabemos además que Jesús intercede por nosotros ante el Padre.
Que así sea siempre nuestra oración. El Señor siempre tiende su mano, vuelve su mirada sobre nosotros.

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