Actitudes nuevas de humildad y de servicio hemos de tener en
lo más hondo de nosotros mismos para que siempre resplandezca el amor verdadero
Isaías 1, 10. 16-20; Sal 49; Mateo 23, 1-12
Todos nos
hemos encontrado alguna vez en la vida con individuos que van de sobrados de
sí, que todo se lo saben, que de todo quieren opinar, que nos miran por encima
del hombro porque nos consideran unos ignorantes, que se tienen por maestros de
todo aunque nos cuenta que todo son fantochadas y vanidad, que se creen con la solución
de todos los problemas pero que todo se queda en palabras porque luego
realmente poco hacen. No hay palabra que digan si no es para fantasear con su
‘sabiduría’ (y lo ponemos así entre comillas) y para estarnos diciendo en todo
momento cómo tenemos que hacer las cosas. Reconozcamos que se nos hacen
insoportables, aunque en principio puedan encandilar con su palabrería.
Al
hacernos estas consideraciones quizá nos pasen por nuestra mente el rostro o el
nombre de tantos que conocemos así, pero también con sinceridad hemos de
mirarnos a nosotros mismos porque allá en el fondo también tengamos esos deseos
de notoriedad, de destacar, de colgarnos medallas de merecimientos, o también
acaso nos sentimos frustrados u ofendidos si no nos llevan a nosotros sobre una
bandeja. Haremos mucho o poco pero nos gusta que nos lo reconozcan y en cierto
modo como a nadie le amarga un dulce también nos gustaría aparecer en primera
plana.
Lo que es
bueno es bueno, lo que hemos hecho bien ahí está y queremos que sea beneficioso
para todos, al menos, lo pensamos algunas veces. La humildad está en reconocer
la verdad pero eso reconocimiento de la verdad de lo bueno o lo justo que
hayamos hecho no nos tiene que llevar a buscar pedestales y las glorias de las
vanidades humanas.
Es de lo
que Jesús quiere prevenirnos hoy en el evangelio. Y Jesús pone en alerta a los
que quieren ser sus discípulos ante las posturas y las maneras de actuar de
escribas y fariseos. Ya nos dice que hagamos lo que nos dicen, pero que no
hagamos como ellos que nada hacen sino buscar honores, reconocimientos,
primeros puestos y vanidad. Claro que todo esto tiene que hacernos pensar,
porque acaso a pesar del paso de los años y de los siglos muchas veces sigamos
actuando – y también en nuestra Iglesia – a la manera de aquellos escribas y
fariseos. Mucha pomposidad ha acompañado a muchos que en la iglesia tenían la
misión de ser los últimos y los servidores de todos. No caigamos nosotros en
las mismas redes.
No quiere
Jesús que nos dejemos llamar padres ni maestros, porque como nos dice todos
somos hermanos – cuánto habría que revisar en este sentido en tantos estamentos
también de la Iglesia incluso hoy en pleno siglo XXI - y aunque algunos tengan la misión de
trasmitirnos la Palabra de Dios en fin de cuentas son unos hermanos, porque son
también unos seguidores de Jesús que con responsabilidad, es cierto, pero con
mucho humildad han de realizar su misión. Desterremos de una vez por todas la
vanidad de los títulos y de los tratamientos pomposos para sentirnos unos
humildes servidores y hermanos de los
que caminan a nuestro lado.
Actitudes
nuevas de humildad y de servicio hemos de tener en lo más hondo de nosotros
mismos para que siempre resplandezca el amor verdadero. ¿Nos ayudará esta
reflexión en este camino cuaresmal que estamos haciendo para que haya una
verdadera pascua en nosotros?
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