No
podemos seguir pensando en grandezas o brillos de poder, en ambiciones y
apetencias a lo humano cuando seguimos a Jesús sin escuchar sinceramente sus
palabras
Jeremías 18, 18-20; Sal 30; Mateo 20, 17-28
No nos enteramos. O no
queremos enterarnos y echamos balones fuera, como se suele decir. Lo que se nos está diciendo es verdaderamente
importante. Pero nosotros vamos a lo nuestro, lo que son nuestros intereses,
los sueños más primarios que nos pueden surgir, o aquello que no nos complique
demasiado la vida, que ya está bien, que por si mismo está bien complicada. En
muchas ocasiones nos cerramos la mente así, para no enterarnos, porque aquello
nos parece difícil y complicado y tal como yo me lo había planeado tenia menos
complicaciones.
Quien de una forma objetiva
y prescindiendo de prejuicios se enfrente al pasaje del evangelio de hoy se
quedará confuso ante la reacción de los discípulos, de la madre de los Zebedeos
incluso, y de las salidas de onda que se manifiesta en la continuidad del
relato. Jesús hace unos anuncios que por si mismos tienen que ser impactantes
para quien los escuche y más para aquellos que estaban cerca de Jesús
escuchando continuamente sus enseñanzas e incluso con el sacrificio de seguirle
de un lado para otro habiendo abandonado incluso sus ocupaciones.
A cualquiera tendría que
dejarle callado y con la boca abierta con lo que Jesús anuncia. De alguna
manera se rompen los esquemas de las ideas preconcebidas que tenían de lo que
había de ser el Mesías, porque lo que Jesús dice es poco menos que un fracaso fijándonos
solamente en el tema del prendimiento y de la ejecución en la cruz. Pero hete
aquí que inmediatamente, como si no hubiera escuchado nada, viene la madre de
Santiago y Juan a hacerle una petición a Jesús. ‘Ordena que estos dos hijos
míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda’.
Pero ¿no había acabado de decir Jesús que eso del Reino como poder nada de nada
porque todo aquello iba a acabar en una ejecución en la cruz? ¿Cómo es que
viene pidiendo lugares de privilegio y de poder para sus hijos?
¿Queréis primeros puestos?
¿Estáis dispuestos a beber el cáliz que yo he de beber? Después de escuchar a Jesús
tendrían que tener claro lo que significaba beber su mismo cáliz. Porque El
había hablado de pasión y muerte en manos incluso de los gentiles para que
fuera de una forma más cruel. Y ellos responden, no sé si decir inocentemente,
que sí pueden. Pero Jesús plancha aun más la operación para decirles que a El
no le toca dar eso que lo tiene reservado el Padre del cielo.
Pero mientras los otros
diez se revuelven corroídos por los resentimientos o las envidias. Por allá
andan recelosos ante lo que Santiago y Juan ellos piensan que están
consiguiendo del maestro. Y Jesús les llama, y Jesús de nuevo vuelve a hablarles
de lo que ya tantas veces les había hablado. Cuantas veces por el camino habían
estado discutiendo sobre lo mismo, sobre los primeros puestos y Jesús había
querido hacerles entrar en razón.
Por eso insiste Jesús. ‘Sabéis
que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No
será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea
vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro
esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir
y a dar su vida en rescate por muchos’.
Vuelve a hablarles Jesús
del espíritu de servicio, de hacerse los últimos, que entre ellos no pueden
andar como los que tienen el poder en los pueblos y naciones que lo que quieren
es dominar y estar por encima de todo. Que es otro el sentido del Reino, que es
el amor el que va a poner verdadera paz en los corazones y en las relaciones
entre los hombres.
¿Habremos nosotros,
cristianos del siglo XXI terminado de entender estas palabras de Jesús o
andaremos también a lo nuestro? ¿Seguiremos pensando en grandezas y en brillos
de poder? ¿Estaremos aun en la honda de búsqueda de primeros puestos de poder y
de influencia, de luchas de los unos contra los otros porque no queremos que
nadie me haga sombra, de resentimientos y de desconfianzas, con intenciones
ocultas en nuestro interior incluso en aquello bueno que queremos hacer porque
siempre queremos tener un beneficio, un prestigio, un brillo que nos distinga
de los demás? ¿Quedará aun en nuestra iglesia ambiciones y apetencias como la
de aquella madre que quizá con buena voluntad quería lo mejor para sus hijos
pero que su corazón no terminaba de escuchar las palabras de Jesús con el
sentido nuevo del Reino de Dios?
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