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miércoles, 11 de marzo de 2020

No podemos seguir pensando en grandezas o brillos de poder, en ambiciones y apetencias a lo humano cuando seguimos a Jesús sin escuchar sinceramente sus palabras



No podemos seguir pensando en grandezas o brillos de poder, en ambiciones y apetencias a lo humano cuando seguimos a Jesús sin escuchar sinceramente sus palabras

Jeremías 18, 18-20; Sal 30; Mateo 20, 17-28
No nos enteramos. O no queremos enterarnos y echamos balones fuera, como se suele decir.  Lo que se nos está diciendo es verdaderamente importante. Pero nosotros vamos a lo nuestro, lo que son nuestros intereses, los sueños más primarios que nos pueden surgir, o aquello que no nos complique demasiado la vida, que ya está bien, que por si mismo está bien complicada. En muchas ocasiones nos cerramos la mente así, para no enterarnos, porque aquello nos parece difícil y complicado y tal como yo me lo había planeado tenia menos complicaciones.
Quien de una forma objetiva y prescindiendo de prejuicios se enfrente al pasaje del evangelio de hoy se quedará confuso ante la reacción de los discípulos, de la madre de los Zebedeos incluso, y de las salidas de onda que se manifiesta en la continuidad del relato. Jesús hace unos anuncios que por si mismos tienen que ser impactantes para quien los escuche y más para aquellos que estaban cerca de Jesús escuchando continuamente sus enseñanzas e incluso con el sacrificio de seguirle de un lado para otro habiendo abandonado incluso sus ocupaciones.
A cualquiera tendría que dejarle callado y con la boca abierta con lo que Jesús anuncia. De alguna manera se rompen los esquemas de las ideas preconcebidas que tenían de lo que había de ser el Mesías, porque lo que Jesús dice es poco menos que un fracaso fijándonos solamente en el tema del prendimiento y de la ejecución en la cruz. Pero hete aquí que inmediatamente, como si no hubiera escuchado nada, viene la madre de Santiago y Juan a hacerle una petición a Jesús. ‘Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda’. Pero ¿no había acabado de decir Jesús que eso del Reino como poder nada de nada porque todo aquello iba a acabar en una ejecución en la cruz? ¿Cómo es que viene pidiendo lugares de privilegio y de poder para sus hijos?
¿Queréis primeros puestos? ¿Estáis dispuestos a beber el cáliz que yo he de beber? Después de escuchar a Jesús tendrían que tener claro lo que significaba beber su mismo cáliz. Porque El había hablado de pasión y muerte en manos incluso de los gentiles para que fuera de una forma más cruel. Y ellos responden, no sé si decir inocentemente, que sí pueden. Pero Jesús plancha aun más la operación para decirles que a El no le toca dar eso que lo tiene reservado el Padre del cielo.
Pero mientras los otros diez se revuelven corroídos por los resentimientos o las envidias. Por allá andan recelosos ante lo que Santiago y Juan ellos piensan que están consiguiendo del maestro. Y Jesús les llama, y Jesús de nuevo vuelve a hablarles de lo que ya tantas veces les había hablado. Cuantas veces por el camino habían estado discutiendo sobre lo mismo, sobre los primeros puestos y Jesús había querido hacerles entrar en razón.
Por eso insiste Jesús. ‘Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos’.
Vuelve a hablarles Jesús del espíritu de servicio, de hacerse los últimos, que entre ellos no pueden andar como los que tienen el poder en los pueblos y naciones que lo que quieren es dominar y estar por encima de todo. Que es otro el sentido del Reino, que es el amor el que va a poner verdadera paz en los corazones y en las relaciones entre los hombres.
¿Habremos nosotros, cristianos del siglo XXI terminado de entender estas palabras de Jesús o andaremos también a lo nuestro? ¿Seguiremos pensando en grandezas y en brillos de poder? ¿Estaremos aun en la honda de búsqueda de primeros puestos de poder y de influencia, de luchas de los unos contra los otros porque no queremos que nadie me haga sombra, de resentimientos y de desconfianzas, con intenciones ocultas en nuestro interior incluso en aquello bueno que queremos hacer porque siempre queremos tener un beneficio, un prestigio, un brillo que nos distinga de los demás? ¿Quedará aun en nuestra iglesia ambiciones y apetencias como la de aquella madre que quizá con buena voluntad quería lo mejor para sus hijos pero que su corazón no terminaba de escuchar las palabras de Jesús con el sentido nuevo del Reino de Dios?

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