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lunes, 9 de marzo de 2020

Cuanto más amor repartamos más será el amor que sintamos en nuestro corazón porque la medida del amor que Dios nos regala es una medida siempre rebosante


Cuanto más amor repartamos más será el amor que sintamos en nuestro corazón porque la medida del amor que Dios nos regala es una medida siempre rebosante

Daniel 9, 4b-10; Sal 78;  Lucas 6, 36-38
Cuando reconocemos que el Señor es grande, descubrimos que nosotros somos pequeños. Así comentaba alguien los textos que nos ofrece en este lunes de la segunda semana de cuaresma la liturgia de este día.
Por ahí hemos de empezar, reconocer que el Señor es grande. Ese acto de fe tendría que ser el primer paso que demos en nuestra oración. Es descubrir y sentir con quien nos vamos a encontrar, a quien vamos a orar. Y así ha de surgir nuestra fe y nuestra alabanza. Detenernos ante la grandeza de Dios, de su amor, de su misericordia, de su presencia que lo llena todo, de su inmensidad que nos inunda.
Muchas veces vamos a la oracion y directamente comenzamos a rezar nuestras oraciones, a despachar todas esas peticiones y anhelos que llevamos en el corazón. Pero hay que saber detenerse a la puerta de nuestra oración; como cuando vamos a entrar en un edificio inmenso y maravilloso que nos detenemos en la puerta para contemplar así, como de conjunto, toda lo inmensidad y belleza de su arquitectura, quedándonos como en la duda de si nuestros pies pueden hollar toda aquella magnificencia, así nosotros ante la presencia de Dios. No con miedo sino son el temor de Dios, el respeto al nombre de Dios, a su presencia y admirando la grandeza de su amor le alabamos, preparamos nuestro corazón para gozarnos de esa presencia y de ese amor de Dios.
Pero cuando nos sentimos así inundados de Dios sentimos nuestra pobreza, nuestra pequeñez, nuestro pecado. ‘Soy un hombre de labios impuros’, decía el profeta Isaías cuando se sintió inundado de la presencia de Dios. Pero ahí está el amor del Señor que toca nuestros labios impuros para purificarlo, nuestro corazón roto para reconstruirlo, nuestra vida vacía para llenarla.
No son necesarias muchas palabras en nuestra oracón sino disfrutar de esa presencia de Dios y de su amor. Y al sentirnos en la dicha del amor de Dios nuestro corazón se contagia de amor. Por eso nos dice Jesús hoy en el evangelio que seamos misericordiosos como Dios nuestro Padre es misericordioso. ‘El Señor es compasivo y misericordioso’ que rezamos en los salmos. Nos impregnamos de su misericordia y es tal el gozo que sentimos en nuestro corazón alo disfrutar de su perdón que ya no queremos hacer otra cosa sino amar con su mismo amor, ser misericordiosos a la imagen del corazón de Dios.
Sería algo para no olvidar nunca. Pero ya sabemos cual es nuestra debilidad y nuestra condición pecadora. Qué pronto olvidamos las bondades de su amor y tenemos el peligro de cerrar nuestro corazón. Por eso necesitamos ser asiduos en nuestra oración. Y no es porque tengamos muchas necesidades materiales por las que pedir al Señor, o sean tantas las cosas o las personas que queremos recordar en su presencia para pedir por ellas – que eso está muy bien – sino para mantener caldeado de verdad nuestro corazón, para no olvidar nunca lo grande que es su misericordia y una y otra vez caldear nuestro espíritu en el amor de Dios.
‘Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros’.
Así nos dice hoy Jesús en el evangelio; comencemos a actuar en consecuencia, fuera de nosotros juicios y condenas, perdonemos con generosidad y vayamos repartiendo amor allá por donde vayamos. Cuanto más amor repartamos más será el amor que sintamos en nuestro corazón. El amor es algo que no se gasta cuando lo compartimos sino al contrario se crece porque la medida del amor que Dios nos regala es una medida rebosante.

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