Cuanto más amor repartamos más será el amor que sintamos en
nuestro corazón porque la medida del amor que Dios nos regala es una medida
siempre rebosante
Daniel 9, 4b-10; Sal 78; Lucas 6,
36-38
Cuando
reconocemos que el Señor es grande, descubrimos que nosotros somos pequeños. Así comentaba alguien
los textos que nos ofrece en este lunes de la segunda semana de cuaresma la
liturgia de este día.
Por ahí
hemos de empezar, reconocer que el Señor es grande. Ese acto de fe tendría que
ser el primer paso que demos en nuestra oración. Es descubrir y sentir con
quien nos vamos a encontrar, a quien vamos a orar. Y así ha de surgir nuestra
fe y nuestra alabanza. Detenernos ante la grandeza de Dios, de su amor, de su
misericordia, de su presencia que lo llena todo, de su inmensidad que nos
inunda.
Muchas
veces vamos a la oracion y directamente comenzamos a rezar nuestras oraciones,
a despachar todas esas peticiones y anhelos que llevamos en el corazón. Pero
hay que saber detenerse a la puerta de nuestra oración; como cuando vamos a
entrar en un edificio inmenso y maravilloso que nos detenemos en la puerta para
contemplar así, como de conjunto, toda lo inmensidad y belleza de su
arquitectura, quedándonos como en la duda de si nuestros pies pueden hollar
toda aquella magnificencia, así nosotros ante la presencia de Dios. No con
miedo sino son el temor de Dios, el respeto al nombre de Dios, a su presencia y
admirando la grandeza de su amor le alabamos, preparamos nuestro corazón para
gozarnos de esa presencia y de ese amor de Dios.
Pero
cuando nos sentimos así inundados de Dios sentimos nuestra pobreza, nuestra
pequeñez, nuestro pecado. ‘Soy un hombre de labios impuros’, decía el
profeta Isaías cuando se sintió inundado de la presencia de Dios. Pero ahí está
el amor del Señor que toca nuestros labios impuros para purificarlo, nuestro
corazón roto para reconstruirlo, nuestra vida vacía para llenarla.
No son
necesarias muchas palabras en nuestra oracón sino disfrutar de esa presencia de
Dios y de su amor. Y al sentirnos en la dicha del amor de Dios nuestro corazón
se contagia de amor. Por eso nos dice Jesús hoy en el evangelio que seamos
misericordiosos como Dios nuestro Padre es misericordioso. ‘El Señor es
compasivo y misericordioso’ que rezamos en los salmos. Nos impregnamos de
su misericordia y es tal el gozo que sentimos en nuestro corazón alo disfrutar
de su perdón que ya no queremos hacer otra cosa sino amar con su mismo amor,
ser misericordiosos a la imagen del corazón de Dios.
Sería algo
para no olvidar nunca. Pero ya sabemos cual es nuestra debilidad y nuestra condición
pecadora. Qué pronto olvidamos las bondades de su amor y tenemos el peligro de
cerrar nuestro corazón. Por eso necesitamos ser asiduos en nuestra oración. Y
no es porque tengamos muchas necesidades materiales por las que pedir al Señor,
o sean tantas las cosas o las personas que queremos recordar en su presencia
para pedir por ellas – que eso está muy bien – sino para mantener caldeado de
verdad nuestro corazón, para no olvidar nunca lo grande que es su misericordia
y una y otra vez caldear nuestro espíritu en el amor de Dios.
‘Sed
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis
juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados;
dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida,
rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros’.
Así nos
dice hoy Jesús en el evangelio; comencemos a actuar en consecuencia, fuera de
nosotros juicios y condenas, perdonemos con generosidad y vayamos repartiendo
amor allá por donde vayamos. Cuanto más amor repartamos más será el amor que
sintamos en nuestro corazón. El amor es algo que no se gasta cuando lo
compartimos sino al contrario se crece porque la medida del amor que Dios nos
regala es una medida rebosante.
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