Los caminos de santidad por los que hemos de hacer discurrir nuestra vida
son los caminos del amor que ayudan a restablecer la dignidad de todo ser
humano
Levítico
19,1-2.11-18; Sal 18; Mateo 25,31-46
‘Habla a la asamblea de los
hijos de Israel y diles: Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy
santo’. Es bueno escuchar esta
invitación y este mandato de manera especial en este inicio del camino de
Cuaresma. Claro que entendemos bien que no solo hemos de ser santos en estos días
o en estos días de manera especial pensar en ello sino que esto ha de ser el
ideal y la meta de cada día de nuestra vida.
Pero ¿Qué implica eso de ser
santos? Es lo que tenemos que reflexionar muy bien. Ser santos no significa
encerrarnos en una religiosidad muy personal y muy individual, encerrarnos en
nuestros rezos y devociones, encerrarnos quizás en la Iglesia y sus ritos y
novenas por decirlo de alguna manera y nos entendemos, y así encerrados en esa
como caparazón no tener ya el peligro de contaminarnos de otras maldades o de
otras impurezas. Reconozcamos que demasiado hemos encerrado nuestra
religiosidad y nuestra manera de entender el cristianismo en promesas y
novenas, en ritos y en rezos repetidos machaconamente sin darle otro sentido a
nuestra vida.
No me invento nada. Simplemente
me quiero dejar conducir, aun con mis limitaciones y las limitaciones que pueda
imponer en mi torpeza a su interpretación, a la Palabra de Dios que hoy la
Iglesia nos ofrece en este lunes de la primera semana de cuaresma.
¿Qué nos dice hoy la Palabra?
¿Qué nos ha dicho en concreto el libro del Levítico? Tras esa invitación y
mandato a ser santos, y el motivo y el modelo lo tenemos en la santidad de
Dios, nos va desgranando una serie de cosas en las que hemos de cuidarnos para
no ser injustos con los demás. No robar ni defraudar, no engañar de ninguna
manera, no explotar a nadie en el trabajo ni retener su salario, no maldecir ni
ser injusto en los juicios o sentencias, no ser chismoso para andar con cuentos
de acá para allá, nunca odiar a nadie ni guardar rencores ni mantener envidias…
Nos va detallando una serie de
cosas de las que hemos de prevenirnos para que actuemos siempre humanamente con
los demás, para que seamos justos, para que no hagamos daño a nadie. Y todo
esto teniendo como referencia lo que es el amor compasivo y la misericordia de
Dios. Porque nos fijamos en su amor con un amor semejante hemos de tratar a los
demás. ¿Qué mejor resumen de los derechos humanos que ahora tanto proclamamos
podemos encontrar que lo que nos señala el mandamiento del Señor?
Pero esto lo completamos con la visión
que Jesús nos da en el evangelio. ‘Venid vosotros, benditos de mi Padre;
heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo’. Nos
invita a heredar el Reino, a gozar de la santidad de Dios, a vivir en la
presencia de Dios para siempre. Es la santidad de Dios que ya vamos a vivir en
plenitud. ¿Quiénes van a ser participes de esa visión de Dios? ‘Dichosos los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios’, nos había dicho Jesús en
las Bienaventuranzas. Los limpios de corazón, los que purificaron su corazón de
toda injusticia y de toda maldad, los que arrancaron de su corazón todas las
negruras del odio y del desamor, los que fueron capaces de llenarlo de verdad
de amor.
No es solo ya que evitemos el
mal, evitemos todo lo que sea injusto, todo lo que pueda dañar la dignidad de
la persona en cualquiera de nuestros hermanos, sino lo que fueron capaces de
levantar al hermano para darle una nueva dignidad; los que fueron capaces de compartir
de tal manera que en nadie perdurara el sufrimiento, la pobreza, la soledad.
Nos dice Jesús no solo lo que no tenemos que hacer, sino más se entretiene en
describirnos las obras del amor que debemos hacer.
Dar de comer y beber al
hambriento y al sediento, acoger al peregrino o acompañar al enfermo, cubrir la
desnudez del hermano; en tantas cosas que se pueden traducir estas palabras de Jesús;
tantas cosas con las que hemos de saber ir al encuentro con el hermano con
nuestra presencia, con nuestro amor, con nuestro compartir, con nuestro saber
estar a su lado, con esa sonrisa que hacemos florecer en sus labios y en su corazón,
con esa esperanza que despertamos, con esa dignidad nueva y plena en la que les
hemos de hacer sentir.
Son los caminos de la santidad
por los que hemos hacer discurrir nuestra vida. Mereceremos que un día se nos
diga ‘Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para
vosotros desde la creación del mundo’. Y podamos así gozar de la heredad de Dios, de la visión
de Dios, de la plenitud de Dios en su santidad verdadera.
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