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domingo, 17 de noviembre de 2013

Una esperanza para nuestro mundo desde el anuncio del  nombre salvador de Jesús

Mal. 3, 19-20; Sal. 97; 2Tes. 3, 7-12; Lc. 21, 5-19
‘A los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas’. Palabras consoladoras, palabras de esperanza las que escuchamos en el profeta. Son anticipo y podríamos decir eco anticipado de las que va a pronunciar Jesús en el final del evangelio hoy proclamado: ‘Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas’.
Necesitamos escuchar palabras así que nos animen a la esperanza. En todos los sentidos, en los aspectos humanos de la vida y también en lo que es el camino de nuestra vida cristiana. El camino que vamos haciendo en la vida no siempre es fácil. Y es que ese camino, que nosotros hemos de saber recorrer desde el sentido de la fe, con una visión de fe en los ojos de nuestra alma si en verdad nos llamamos cristianos, es un camino que vamos haciendo en este mundo nuestro tan convulso y a veces complicado; y las situaciones sociales por las que pasamos en los momentos concretos que vivimos no los podemos poner como en un aparte de lo que como creyentes vamos queriendo vivir. El mundo necesita esperanza; nosotros necesitamos también esperanza.
Como ya nos decía el concilio Vaticano II, y nos lo ha recordado nuestro obispo en la carta con motivo del Día de la Iglesia Diocesana, “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo…” (Gaudium et spes, 1). Esa situación nos afecta; no podemos ser insensibles ante el sufrimiento humano de tantos a nuestro alrededor; y en esa situación concreta cuando queremos vivir nuestra fe, cuando queremos vivir como creyentes nos cuesta, porque incluso vamos a encontrar oposición fuerte a neustras posturas de creyentes y de cristianos. Y en esa situación concreta de nuestro mundo hemos de ser luz. Tener nosotros esperanza y tratar de llevar la luz de la esperanza también a ese mundo en el que vivimos.
Esa descripción que nos hecho hoy el evangelio no la podemos mirar ni casi como una anécdota que se pueda referir a lo que vivieron los cristianos en aquellos primeros tiempos, ni quedarnos solamente para los momentos finales de la historia y del mundo desde ese género apocalíptico en que están descritos. Es cierto que tienen ese sentido escatológico. No lo podemos perder de vista y así llenemos de trascendencia nuestra vida, sabiendo que un día hemos de presentarnos delante del Señor. Pero son también una fotografía de nuestra historia, la que han vivido tantos antes que nosotros y la que nosotros vivimos también en el momento presente.
Aunque el evangelista, en lo que hoy hemos escuchado, arranca de la destrucción del templo de Jerusalén, que probablemente cuando se escribió este evangelio de Lucas, ya se había realizado, continúa, sin embargo, describiéndonos los avatares, podríamos decir, por los que los cristianos de todos los tiempos han tenido que pasar. La fe de los cristianos siempre se ha visto probada en mil dificultades, persecuciones, desencuentros con el mundo que nos rodea, confusiones en muchas ocasiones, incomprensiones por parte de quienes no quieren entender lo que es el mensaje evangélico que queremos vivir y proclamar.
Forma parte, podríamos decir, del guión del que quiere ser seguidor de verdad de Jesús, del discípulo de Cristo. El nos lo había anunciado. ‘Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante gobernadores y reyes, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio’, nos ha dicho. Y ser constantes en la adversidad ha sido y es una buena prueba de fuego para depurar nuestra fe y mantenernos en fidelidad. Por eso siempre se ha dicho que la sangre de los mártires es semilla de cristianos. Y la fe probada siempre saldrá fortalecida. Como el oro purificado en el crisol.
Pero nosotros caminamos con la confianza de la presencia del Señor, de la fuerza de su Espíritu. Ya le hemos escuchado decir hoy en el evangelio: ‘Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro’. Y como ya mencionábamos con la perseverancia tendremos la salvación.
Todos los tiempos han tenido sus momentos difíciles y la oposición a la fe, la indiferencia de tantos o la persecución, unas veces más solapada y otras más abierta y directa siempre ha estado presente en la vida de la Iglesia. Pero hemos de sentirnos fuertes en el Señor y la proclamación de nuestra fe tenemos que seguir haciéndola y el anuncio de Jesús y del mensaje del evangelio no se puede acallar. De nuestra parte está el Señor. Por eso, como decíamos al principio recogiendo tanto el texto del profeta como las palabras finales del evangelio de hoy, esas palabras nos confortan y nos llenan de esperanza y nos sentimos siempre fortalecidos con la gracia del Señor.
Antes decíamos que el mundo necesitaba de esperanza, necesita también una luz que llene de sentido la vida de los hombres y mujeres de hoy. Aunque digamos que vivimos en una sociedad cristiana bien sabemos que nuestro mundo se ha descristianizado y necesita una nueva evangelización. Es el anuncio que nosotros tenemos que hacer. Es el grito de la Iglesia en medio de nuestro mundo, pero que damos sobre todo con el testimonio de nuestras obras. Es la tarea en que todos hemos de sentirnos comprometidos. No siempre es fácil, porque no todos querrán aceptar esa luz del evangelio. Pero no podemos cruzarnos de brazos y escondernos porque sea difícil la misión. No vamos a hacer como Jonás que porque le parecía difícil la misión que Dios le encomendaba se embarco en rumbo contrario al que debía de ir.
Cuando además hoy en nuestra Iglesia española estamos celebrando el Día de la Iglesia Diocesana es en lo que  nos implica precisamente esta Jornada. Desde una conciencia de que somos Iglesia, desde ese sentir el gozo de nuestra pertenencia a la Iglesia, la familia de los hijos de Dios hasta comprender muy bien cual es la misión que la Iglesia tiene que realizar en medio de nuestro mundo; bien sabemos que cuando decimos Iglesia no estamos pensando ni un ente abstracto que este al margen de nosotros, ni en algo que pongamos más arriba en las nubes como si solo correspondiera a algunos, sino que nos sentimos todos Iglesia y todos comprometidos con su misión.
Y la misión de la Iglesia es hacer ese anuncio de Jesús y de su evangelio. En Jesús está la salvación y esa salvación ha de llegar a todos los hombres. Por eso queremos hacer presente a Jesús en medio del mundo, y en ese mundo concreto donde nosotros vivimos. ‘Es hacer presente a Jesús y su mensaje de salvación que ilumina el camino de la vida, que trae esperanza y amor’.
Sentimos cómo el Señor ilumina nuestra vida cuando queremos ser fieles, como nos decía el profeta, y nos abrimos a Dios y a su salvación. Y el gozo que vivimos con nuestra fe y con nuestra pertenencia a la Iglesia no nos lo podemos quedar para nosotros solos sino que hemos de compartirlo con los demás; hemos de hacer partícipes a cuantos nos rodean de esa dicha y ese gozo. En la medida en que llevemos esa salvación a los demás, más enriquecidos nos veremos nosotros con esa gracia del Señor.
Iluminemos de esperanza a nuestro mundo con la luz del Evangelio de Jesús.


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