Una esperanza para nuestro mundo desde el anuncio del nombre salvador de Jesús
Mal. 3, 19-20; Sal. 97; 2Tes. 3, 7-12; Lc. 21, 5-19
‘A los que honran mi
nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas’. Palabras consoladoras, palabras de
esperanza las que escuchamos en el profeta. Son anticipo y podríamos decir eco
anticipado de las que va a pronunciar Jesús en el final del evangelio hoy
proclamado: ‘Ni un cabello de vuestra
cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas’.
Necesitamos escuchar palabras así que nos animen a la
esperanza. En todos los sentidos, en los aspectos humanos de la vida y también
en lo que es el camino de nuestra vida cristiana. El camino que vamos haciendo
en la vida no siempre es fácil. Y es que ese camino, que nosotros hemos de
saber recorrer desde el sentido de la fe, con una visión de fe en los ojos de
nuestra alma si en verdad nos llamamos cristianos, es un camino que vamos
haciendo en este mundo nuestro tan convulso y a veces complicado; y las
situaciones sociales por las que pasamos en los momentos concretos que vivimos
no los podemos poner como en un aparte de lo que como creyentes vamos queriendo
vivir. El mundo necesita esperanza; nosotros necesitamos también esperanza.
Como ya nos decía el concilio Vaticano II, y nos lo ha
recordado nuestro obispo en la carta con motivo del Día de la Iglesia
Diocesana, “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las
angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de
cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los
discípulos de Cristo…” (Gaudium et spes, 1).
Esa situación nos afecta; no podemos ser insensibles ante el sufrimiento humano
de tantos a nuestro alrededor; y en esa situación concreta cuando queremos
vivir nuestra fe, cuando queremos vivir como creyentes nos cuesta, porque
incluso vamos a encontrar oposición fuerte a neustras posturas de creyentes y
de cristianos. Y en esa situación concreta de nuestro mundo hemos de ser luz. Tener
nosotros esperanza y tratar de llevar la luz de la esperanza también a ese
mundo en el que vivimos.
Esa descripción que nos hecho hoy el evangelio no la
podemos mirar ni casi como una anécdota que se pueda referir a lo que vivieron
los cristianos en aquellos primeros tiempos, ni quedarnos solamente para los
momentos finales de la historia y del mundo desde ese género apocalíptico en
que están descritos. Es cierto que tienen ese sentido escatológico. No lo
podemos perder de vista y así llenemos de trascendencia nuestra vida, sabiendo
que un día hemos de presentarnos delante del Señor. Pero son también una
fotografía de nuestra historia, la que han vivido tantos antes que nosotros y
la que nosotros vivimos también en el momento presente.
Aunque el evangelista, en lo que hoy hemos escuchado, arranca
de la destrucción del templo de Jerusalén, que probablemente cuando se escribió
este evangelio de Lucas, ya se había realizado, continúa, sin embargo,
describiéndonos los avatares, podríamos decir, por los que los cristianos de
todos los tiempos han tenido que pasar. La fe de los cristianos siempre se ha
visto probada en mil dificultades, persecuciones, desencuentros con el mundo
que nos rodea, confusiones en muchas ocasiones, incomprensiones por parte de
quienes no quieren entender lo que es el mensaje evangélico que queremos vivir
y proclamar.
Forma parte, podríamos decir, del guión del que quiere
ser seguidor de verdad de Jesús, del discípulo de Cristo. El nos lo había
anunciado. ‘Os echarán mano, os
perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer
ante gobernadores y reyes, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar
testimonio’, nos ha dicho. Y ser constantes en la adversidad ha sido y es
una buena prueba de fuego para depurar nuestra fe y mantenernos en fidelidad.
Por eso siempre se ha dicho que la sangre de los mártires es semilla de
cristianos. Y la fe probada siempre saldrá fortalecida. Como el oro purificado
en el crisol.
Pero nosotros caminamos con la confianza de la
presencia del Señor, de la fuerza de su Espíritu. Ya le hemos escuchado decir
hoy en el evangelio: ‘Haced propósito de
no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que
no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro’. Y como ya
mencionábamos con la perseverancia tendremos la salvación.
Todos los tiempos han tenido sus momentos difíciles y
la oposición a la fe, la indiferencia de tantos o la persecución, unas veces
más solapada y otras más abierta y directa siempre ha estado presente en la
vida de la Iglesia. Pero hemos de sentirnos fuertes en el Señor y la
proclamación de nuestra fe tenemos que seguir haciéndola y el anuncio de Jesús
y del mensaje del evangelio no se puede acallar. De nuestra parte está el
Señor. Por eso, como decíamos al principio recogiendo tanto el texto del
profeta como las palabras finales del evangelio de hoy, esas palabras nos
confortan y nos llenan de esperanza y nos sentimos siempre fortalecidos con la
gracia del Señor.
Antes decíamos que el mundo necesitaba de esperanza,
necesita también una luz que llene de sentido la vida de los hombres y mujeres
de hoy. Aunque digamos que vivimos en una sociedad cristiana bien sabemos que
nuestro mundo se ha descristianizado y necesita una nueva evangelización. Es el
anuncio que nosotros tenemos que hacer. Es el grito de la Iglesia en medio de
nuestro mundo, pero que damos sobre todo con el testimonio de nuestras obras.
Es la tarea en que todos hemos de sentirnos comprometidos. No siempre es fácil,
porque no todos querrán aceptar esa luz del evangelio. Pero no podemos
cruzarnos de brazos y escondernos porque sea difícil la misión. No vamos a
hacer como Jonás que porque le parecía difícil la misión que Dios le
encomendaba se embarco en rumbo contrario al que debía de ir.
Cuando además hoy en nuestra Iglesia española estamos
celebrando el Día de la Iglesia Diocesana es en lo que nos implica precisamente esta Jornada. Desde
una conciencia de que somos Iglesia, desde ese sentir el gozo de nuestra
pertenencia a la Iglesia, la familia de los hijos de Dios hasta comprender muy
bien cual es la misión que la Iglesia tiene que realizar en medio de nuestro
mundo; bien sabemos que cuando decimos Iglesia no estamos pensando ni un ente
abstracto que este al margen de nosotros, ni en algo que pongamos más arriba en
las nubes como si solo correspondiera a algunos, sino que nos sentimos todos
Iglesia y todos comprometidos con su misión.
Y la misión de la Iglesia es hacer ese anuncio de Jesús
y de su evangelio. En Jesús está la salvación y esa salvación ha de llegar a
todos los hombres. Por eso queremos hacer presente a Jesús en medio del mundo,
y en ese mundo concreto donde nosotros vivimos. ‘Es hacer presente a Jesús y su mensaje de salvación que ilumina el
camino de la vida, que trae esperanza y amor’.
Sentimos cómo el Señor ilumina nuestra vida cuando
queremos ser fieles, como nos decía el profeta, y nos abrimos a Dios y a su
salvación. Y el gozo que vivimos con nuestra fe y con nuestra pertenencia a la
Iglesia no nos lo podemos quedar para nosotros solos sino que hemos de
compartirlo con los demás; hemos de hacer partícipes a cuantos nos rodean de
esa dicha y ese gozo. En la medida en que llevemos esa salvación a los demás,
más enriquecidos nos veremos nosotros con esa gracia del Señor.
Iluminemos de esperanza a nuestro mundo con la luz del
Evangelio de Jesús.
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