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miércoles, 20 de noviembre de 2013

La Palabra de Jesús siempre es luz para nuestra vida

2Mac. 7, 1.20-31; Sal. 16; Lc. 19, 11-28
La Palabra de Jesús va iluminando la vida de los discípulos en cada momento, sea cual sea la circunstancia que vivan. Es Palabra que siempre es luz para nuestra vida, que nos despierta y nos conduce a cosas grandes y hermosas, que nos hace descubrir el valor verdadero de cada momento de nuestra existencia dándole trascendencia a lo que vivimos, llenándonos de vida y plenitud.
Ahora nos dice el evangelista que estaban cerca de Jerusalén. Había emprendido Jesús la subida a Jerusalén con decisión sabiendo lo que allí iba a suceder. Todo lo que hemos venido escuchando en la lectura continuada en medio de semana ha ido sucediendo en su subida a Jerusalén; los dos episodios escuchados en estos últimos días han sucedido en Jericó que era el camino que desde el valle del Jordán conducía a Jerusalén.
Llegaban los momentos de realizarse el Reino de Dios con la ofrenda de amor que Jesús iba a hacer de su vida en el sacrificio redentor que de sí mismo iba a realizar. Comenzarían unos tiempos nuevos. Llegaba la hora de su marcha al Padre, como nos narraría san Juan al comienzo de la última cena. Ahora nos dice el evangelista que ‘pensaban que el Reino de Dios iba a despuntar de un momento a otro’. Con ese motivo Jesús les propone la parábola.
Una parábola que tiene un paralelismo grande con la que nos propone san Mateo llamada de los talentos. Un rey marcha de viaje y deja en este caso diez onzas de oro a diez empleados, una a cada uno. A la vuelta nos da el resultado solamente de tres, con una semejanza grande a la dicha parábola de los talentos. Aquellos que han sabido hacer producir aquella riqueza que había puesto el rey en sus manos recibirán felicitaciones y premio, mientras es castigado quien no perdió la onza, pero no la puso a producir.
El mensaje va en el mismo sentido. Nos habla aquí de la ausencia del rey, mientras va a ser proclamado rey, pero mientras sus empleados no pueden dormirse con aquello que se ha puesto en sus manos. En esa referencia que nos hacía en la motivación de la parábola de la cercanía de Jerusalén y ‘el Reino de Dios que iba a despuntar de un momento a otro’, mientras Jesús cumplida su misión llega la hora de su vuelta al Padre, nos puede hacer pensar en ese Reino de Dios que se ha constituido con la Pascua de Jesús y que ha confiado a nuestras manos, ha confiado a sus discípulos para hacerlo extender por el mundo para que todos puedan pertenecer a él, ‘mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo’ como confesamos con nuestra fe incluso en la liturgia.
Vendrá el Señor; El nos ha prometido su vuelta y así lo confesamos en el Credo de nuestra fe. ‘Está sentado a la derecha del Padre y de allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos’. Y podemos recordar la alegoría del juicio final que nos trasmite el evangelio de san Mateo. En muchos lugares del evangelio nos irá repitiendo - y lo iremos escuchando en este final del año litúrgico con mucha frecuencia - que hemos de estar preparados para su venida. ¿Cómo va a encontrarnos el Señor cuando vuelva? ¿Qué es lo que vamos a llevar en nuestras manos?
Es la tarea que como cristianos hemos de realizar. Es todo lo que ha de ser nuestra vida cristiana y el compromiso con nuestra fe. Una onza de oro puso aquel rey en manos de sus empleados; más que una onza de oro nos ha regalado el Señor cuando nos ha hecho partícipes de su vida divina para hacernos hijos de Dios. Y eso, ¿cómo lo hemos vivido? ¿cómo se ha manifestado el compromiso de nuestra fe? ¿con qué intensidad trabajamos en la Iglesia y por la extensión del Reino de Dios por el mundo? ¿en qué medida nos sentimos comprometidos apostólicamente?
No nos podemos quedar insulsos viviendo ramplonamente nuestra fe y nuestro ser cristiano. Es que yo soy cristiano de toda la vida y nadie me va a quitar mi fe, decimos y protestamos, pero mientras no se nota que vivamos como cristianos, que haya un compromiso de amor auténtico en nuestra vida, que nos preocupemos de hacer el bien y trabajar por los demás en nombre de nuestra fe. Y así vivimos una vida llena de rutinas, una vida en la que no brillamos como creyentes para nada, sino todo lo contrario estamos tentados a dejarnos arrastrar por la pendiente que fácilmente nos puede llevar a vivir lejos de nuestra fe y lejos de Dios.

Decíamos al principio que la Palabra de Dios es una luz que nos despierta y que nos conduce a cosas grandes. Dejémonos interpelar por la Palabra de Dios; no le tengamos miedo a la Palabra de Dios; que su luz llegue de verdad a nuestra vida y nos haga comprender la grandeza de nuestra fe pero el compromiso grande que como cristianos hemos de vivir en medio del mundo. No enterremos esa onza de oro de la vida divina que Dios ha sembrado en nuestro corazón.

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