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sábado, 23 de noviembre de 2013

Una fe y una esperanza de vida eterna desde la confianza en la Palabra de Jesús

                                     1Mac. 6, 1-13; Sal. 9; Lc. 20, 27-40
Por supuesto Dios nos ha dado una inteligencia y una capacidad de razonar y decidir como dones, podríamos decir, fundamentales del ser humano y que nos han de ayudar a ese conocimiento de las cosas y de las ideas y como camino de crecimiento en nuestro ser de personas.
A imagen y semejanza de Dios, nos dice la Escritura que hemos sido creados y es precisamente en esos dones donde se ha de manifestar nuestra grandeza y nuestra dignidad. Como creyentes que nos consideramos criaturas de Dios y a quienes Dios ha enriquecido con sus dones hemos de saber utilizar precisamente esa inteligencia y esa capacidad de crecimiento también para acercarnos a Dios, llegar a conocer lo que El nos manifiesta de si mismo y hacerla una ofrenda de nuestra vida también con el obsequio de la fe.
El misterio de Dios, sin embargo, nos sobrepasa y es ahí, también con nuestra inteligencia y nuestra voluntad, donde hemos de saber dejarnos conducir por la fe, que es un dejarnos conducir por el Espíritu divino dándole el sí de nuestra voluntad y la obediencia de nuestra fe. Muchas cosas que podemos conocer del misterio de Dios no las conocemos solamente desde nuestros razonamientos humanos, sino principalmente desde lo que El ha querido revelarnos de sí mismo.
No nos podemos quedar, pues, en racionalismos y razonamientos humanos sino que con espíritu humilde hemos de abrirnos a ese misterio de Dios que se nos revela y que de manera especial se nos manifiesta en Jesús. Contemplamos su vida, escuchamos su Palabra, nos dejamos conducir por su Espíritu que allá en lo más profundo de nosotros mismos se nos revela y le damos el sí de nuestra fe.
Hoy nos encontramos en el evangelio con quienes, aun queriendo ser profundamente religiosos sin embargo no aceptan todo el misterio de Dios que se nos revela. Desde sus razonamientos humanos cerrando su corazón al misterio de Dios quieren negar la resurrección y la vida eterna como todo lo que se espiritual. Ponen pegas a Jesús queriendo basarse incluso en textos o leyes de la Escritura interpretados a su manera. Son los saduceos que niegan la resurrección como niegan también la existencia de los ángeles, espíritus puros que están junto a Dios y nos acompañan también en el camino de nuestra vida para inspirarnos lo bueno por donde hemos de caminar.
Vienen ahora poniendo pegas a Jesús, - textos que ya hemos comentando en alguna ocasión partiendo de lo que era la ley del levirato - porque se cierran en sus razonamientos humanos. Y Jesús habla de vida eterna; y nos dice que en la vida eterna no vamos a actuar a la manera de este mundo y no nos valen los criterios o razonamientos de este mundo; y nos afirma rotundamente que Dios es un Dios de vivos, porque para nosotros quiere la vida y la vida eterna. ‘Los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de los muertos, no se casarán, pues ya no pueden morir, son como ángeles: son hijos de Dios porque participan de la resurrección’.
Ahí tenemos la Palabra de Jesús que nos revela el misterio de Dios al que estamos llamados, porque estamos llamados a participar de su vida, estamos llamados a la vida eterna. Pero contemplamos también la vida de Jesús en quien creemos no solo como el que murió sino también como el que resucitó de entre los muertos. La propia resurrección de Jesús nos viene a confirmar esta afirmación y esta fe que tiene que animar nuestra vida y darnos la trascendencia de vida eterna a la que estamos llamados.
Dios quiere que vivamos junto a El, que vivamos en El para siempre. Hemos de poner toda nuestra fe. Recordemos que El nos ha dicho que El es la resurrección y la vida y el que cree en El no morirá para siempre, que nos resucitará en el último día.
Todo esto ha de tener muchas consecuencias para nuestra manera de vivir y de expresar nuestra fe. Primero porque vivamos con intensidad esa fe y conforme a esa fe, lo que ha de traducirse en nuestra manera de vivir cumpliendo el mandamiento del Señor. ‘¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?’ le preguntaban a Jesús y El respondía: ‘Cumple los mandamientos’. Pues con una vida recta y santa, cumpliendo la voluntad de Dios estamos haciendo el camino que nos lleva a esa vida eterna, a ese estar junto a Dios. Lo que va a dar un valor y un sentido nuevo a todo lo que hacemos, a todo lo que es nuestra vida.

Pero eso nos hará pensar de una forma distinta de aquellos que han muerto. Siempre decimos los muertos, los difuntos, pero ¿no tendríamos que decir lo que viven ya para siempre en Dios? Pensamos no en la muerte como un acabarse todo y sin sentido, sino que pensamos en ese paso de la muerte terrena a la vida eterna, a la vida junto a Dios. Y cuando oramos por ellos, oramos por aquellos que queremos que vivan en Dios; oramos para que el Señor les purifique de toda mancha y secuela del pecado, para que ya puedan vivir para siempre en Dios. Eso nos da una nueva esperanza, nos da también un nuevo consuelo ante la suerte de los que han muerto que deseamos y rezamos para que estén para siempre junto a Dios.

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