Demos gracias a Dios que nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido
2Sam. 5, 1-3; Sal. 121; Col. 1, 12-20; Lc. 23, 35-43
‘Demos gracias a Dios
que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz.
El nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de
su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los
pecados’.
He querido comenzar la reflexión en esta fiesta de
Cristo Rey del Universo que estamos celebrando con estas palabras de acción de
gracias del apóstol san Pablo que hemos escuchado en la carta a los Colosenses.
Vaya por delante, como solemos decir, y por encima de todo nuestra acción de
gracias por el don de la fe, porque podamos confesar que Jesús es el Señor.
Pero sí hemos de preguntarnos también por el sentido de esta fiesta y
celebración para que podamos llegarla a vivir con toda profundidad.
Lo menos que se lo podría ocurrir a alguien es que
fuera a buscar a un rey en un lugar de suplicio y de tormento; tampoco podría parecer
que tuviera sentido el buscar el trono de un rey en un cadalso, en este caso,
en una cruz. Los reyes los buscaríamos en otra parte y con otros, por así
decirlo, ornamentos. Pero es lo que nos presenta hoy la liturgia de la Iglesia
para poner ante nuestros ojos a Cristo Rey. Pero bien sabemos que tiene su
sentido. Ya le respondería Jesús a Pilatos que su reino no es como los de este
mundo; que si fuera como los reinos de este mundo allá estarían sus ejércitos
para defenderlo. Sin embargo proclamamos a Jesucristo Rey.
Del Reino nos estuvo hablando siempre. El primer
anuncio que nos hacía cuando comenzó por Galilea era invitarnos a la conversión
porque llegaba el Reino de Dios. Las palabras algunas veces nos pueden jugar
malas pasadas, porque depende de lo que entendamos por las palabras que
decimos. Esperaban un Mesias, un Ungido que ese es el significado de la palabra
hebrea si la tradujéramos literalmente, y el Ungido era el Rey. Luego el Mesías
habría de ponerse al frente de su pueblo como rey, pero ¿de qué manera? ¿a la
manera de los reyes de este mundo?
Cuando los discípulos andan allá poco menos que
peleandose los unos con los otros por ver quien era el que había de ser
principal, de ocupar el primer puesto, ya les dice Jesús que ellos no pueden
actuar a la manera de los poderosos de este mundo. ‘El que quiera ser primero entre vosotros que sea vuestro servidor, que
se haga el último y el servidor de todos’, les diría.
¿Cómo aceptaría Jesús que la gente lo considerara a El
como rey? Ya recordamos que tras la multiplicación de los panes cuando
comenzaron a pensar en proclamarlo rey, se escondió en la montaña porque no era
eso lo que El buscaba ni era así su misión. Sin embargo hay otro momento en que
sí aceptar que lo aclamen de esa manera.
Cuando san Lucas nos narra la entrada de Jesús en
Jerusalen unos días antes de la Pascua, pide que le traigan un borrico que los
discípulos ‘lo aparejaron con sus mantos
y lo ayudaron a montar; y cuando se acercaba ya la bajada del monte de los
Olivos, la masa de los discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a
gritos, por todos los milagros que habian visto, diciendo: ¡Bendito el que
viene como Rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto,
Hosanna…’ Y cuando los fariseos le piden que mande callar a la gente en
aquellas aclamaciones, les dirá: ‘Os digo
que, si estos callan, gritarán las piedras’.
‘Bendito el que viene
como Rey, en nombre del Señor’.
Ahora sí acepta Jesús que le aclamen como Rey cuando llega ya la pascua y la
que va a ser pascua eterna y definitiva. Llega el momento de la ofrenda de
amor, del servicio y la entrega hasta el final, del amor del que ama hasta dar
la vida, de la sangre derramada en rescate y sacrificio para arrancarnos del
reino de las tinieblas y llevarnos al Reino de la Luz. Ahora se va a proclamar
en verdad que Jesús es nuestro Rey. Y no solo porque se ponga en el estandarte
de la ejecución la razón de aquella condena ‘éste
es el rey de los judíos’, sino porque en verdad Jesús se nos está mostrando
como Rey.
Alrededor de la cruz de Jesús vamos a escuchar muchos
gritos y muchas burlas. ‘A otros a
salvado, que se salve a sí mismo si El es el Ungido de Dios… si eres el Rey de
los judíos, sálvate a ti mismo… ¿no eres tú el Mesias?’ diría uno de los
condenados al mismo suplicio, ‘sálvate a
ti mismo y a nosotros contigo’.
Pero allá alguien que está en el mismo dolor y en el
mismo suplicio está contemplando todo con unos ojos distintos, porque parece
que una luz le ha llegado al alma. El dolor y el sufrimiento pueden hacer que
nos rebelemos contra todo, pero puede ser también un camino que nos ayude a
encontrar un sentido a lo que parece que no tiene sentido, si abrimos al menos
una rendija del alma para que entre la luz. Es lo que sucedió con el otro de
los condenados. Su grito será por una parte para recriminar al otro condenado
al mismo suplicio que allá se rebelaba contra todo entrando en el juego de las
burlas o de la desesperación, pero por otra parte será un grito de confianza y
de esperanza, porque por esa rendija del alma de su dolor ha entrado la luz de
la fe. ‘Jesús, acuérdate de mí cuando
llegues a tu reino’. Hermosa profesión de fe; profunda confesión de
esperanza.
Es el que hoy está enseñándonos a que proclamemos con
todo sentido a Jesucristo como nuestro Rey. Está descubriendo lo que es el
verdadero amor y cuando hay paz de verdad en el alma. Por un camino que quizá
nos pudiera parecer imposible, por el camino del mismo suplicio y del mismo
dolor y sufrimiento aquel hombre se ha abierto a la fe para reconocer en verdad
que Jesús es el Señor. Allí, en la misma Cruz, ha encontrado la Buena Noticia
del Evangelio y ha entrado en el camino de la vida y de la salvación. ‘Te lo aseguro, hoy mismo estarás en mi
reino, estarás conmigo en el paraiso’. Qué hermoso encontrar así la
salvación definitiva.
Estamos concluyendo hoy el Año de la fe al que nos
convocó Benedicto XVI y que el Papa Francisco nos ha ayudado a concluir. Y de
qué mejor manera que concluirlo con una profesión de nuestra fe reconociendo
que Jesús es en verdad el Señor, el único Señor de nuestra vida, nuestro Rey. Pero
no pueden ser solo palabras que digamos con nuestros labios, aunque con
nuestros labios también hemos de proclamarlas bien en alto para que a muchos
puede alcanzar ese rayo de luz que les abra a la fe. Hemos de proclamar nuestra
fe con toda nuestra vida.
Hemos venido queriendo ahondar más y más en nuestra fe
con las reflexiones que la Iglesia nos ha ofrecido a lo largo del año y con la
participación de forma viva en las celebraciones de nuestra fe. Pero quizá aun
pudiera faltarnos algun otro fogonazo de luz para que nos despierte de forma
viva a vivir nuestra fe con mayor intensidad.
Quiero fijarme en ese hermoso testimonio que nos ofrece
el que llamamos el buen ladrón, que desde la misma cruz y el mismo dolor supo o
pudo encontrar la luz. Quizá pasamos también nosotros por problemas que nos
puedan agobiar sobre todo en las circunstancias sociales en que se vive en hoy,
o quizá estamos envueltos en dolores y sufrimientos por enfermedades, achaques
o debilidades que nos pueden aparecer en la vida; que desde ahí sepamos
ponernos a la altura de la cruz de Cristo y le miremos y nos miremos, como lo
hizo aquel hombre del evangelio en el calvario.
Ahí también nosotros podemos encontrar esa Buena Nueva
del Evangelio que nos lleve a resucitar o reavivar nuestra fe. Sería un hermoso
colofón para este año que hemos recorrido. Que desde ahí, en lo que es nuestra
vida, sepamos descubrir a Jesús como nuestro único y verdadero salvador. Es el
Señor, el Dios de nuestra salvación. Por eso podemos terminar nuestra reflexión
con las mismas palabras de san Pablo con que la iniciamos: ‘Demos gracias a Dios que nos ha hecho capaces de compartir la herencia
del pueblo santo en la luz. El nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y
nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido
la redención, el perdón de los pecados’
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