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viernes, 22 de noviembre de 2013

Que sea siempre agradable a Dios la ofrenda pura de nuestro amor

1Mac. 4, 36-37.52-59; Sal.: 1Cron.29, 10-12; Lc. 19, 45-48
Llega Jesús a Jerusalén y se dirige al templo. Es lo normal en todo buen judío. Ha subido desde Galilea consciente de lo que significaba esta ascensión hasta Jerusalén. Iba a ser el momento de la entrega y de la Pascua definitiva. Por el camino ha ido preparando a los discípulos más cercanos, mientras no ha dejado de realizar signos y señales de lo había de ser el Reino de Dios que se instauraba. Pero aún se han de realizar más signos.
‘Jesús entró en el templo y se puso a echar a los vendedores’. Los otros evangelistas son más explícitos en la descripción de lo que Jesús realiza. Es todo un signo profético el que Jesús está realizando. Un signo que es denuncia de un mal pero anuncio de algo nuevo; por eso lo llamamos signo profético. Además recuerda a los profetas.
El templo por las circunstancias de los sacrificios y holocaustos que allí se ofrecían en el buen deseo de tener a mano lo necesario para aquellos sacrificios y ofrendas se había convertido en un mercado; muchos quizá eran también los intereses creados de muchos que allí podían encontrar ganancias y beneficios. Estaban los animales que iban a ser ofrecidos en sacrificio, el necesario cambio monetario para las ofrendas que habían de hacerse al templo que tenía que ser no en cualquier moneda sino en la propia del mismo templo, y todo provocaba que en lugar de ser el lugar del verdadero culto que surgiera de la oración más profunda salida del corazón se pareciera más a un mercado que a una casa de oración. Se explica pero no se justifica porque así estaba perdiendo todo su sentido.
‘Jesús se puso a echar a los vendedores…’ dice sencillamente el evangelista Lucas. Y recordaba a los profetas que habían descrito aquel lugar como el monte santo hacia el que confluirían todas las naciones para rendir culto al Señor. ‘Vendrán de oriente y de occidente, del  norte y del sur…’ habían dicho los profetas. Así había hablado el profeta Isaías: ‘A los extranjeros que deseen unirse y servir al Señor, que se entregan a su amor y a su servicio… que son fieles a mi santa alianza, los llevaré a mi monte santo, y haré que se alegren en mi casa de oración… mi casa será casa de oración para todos los pueblos…’
Pero ahora no parecía casa de oración. ‘Mi casa es casa de oración, pero vosotros la habéis convertido en una cueva de bandidos’, les dice Jesús. Recordaba lo que había dicho el profeta Jeremías: ‘¿Acaso tomáis a este templo consagrado a mi nombre como una cueva de bandidos?’ Y Malaquías había anunciado: ‘Mirad, yo envío mi mensajero delante de mi y de pronto vendrá a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza a quien tanto deseáis… refinará a los hijos de Leví… para que presenten al Señor ofrendas legítimas. Entonces agradarán al Señor las ofrendas de Judá y Jerusalén como en los tiempos pasados, como en los años remotos’.
Es lo que Jesús quiere realizar como un signo al expulsar a todos aquellos vendedores del templo. Y dice el evangelista que ‘todos los días enseñaba en el templo’. Allí está la Palabra de salvación, la Palabra que llena de luz y de vida, la Palabra que nos purifica el corazón. Todo va a ser como un signo que anuncia lo que va a ser su sangre derramada en la cruz para el perdón de todos los pecados. Todo es una señal de lo que verdaderamente Cristo es, verdadero templo de Dios con el que podemos ofrecer todo honor y toda gloria a Dios para siempre.
Muchas conclusiones podríamos sacar de este hecho para nuestra vida. Lo que en principio nos parece más primario y elemental es pensar en la dignidad y santidad de todo templo consagrado al Señor; como, en consecuencia, hemos de hacer de nuestros templos verdadera casa de oración y nada tendría que perturbar esa paz y ese recogimiento que deben reinar en ellos siempre para vivir con toda intensidad nuestra oración y nuestras celebraciones.

Pero pensamos también ese templo de Dios y morada del Espíritu que somos nosotros; cómo, entonces con una vida santa siempre hemos de estar dando gloria a Dios. Todo siempre para la mayor gloria de Dios. Que el pecado nunca manche nuestro corazón para que seamos en verdad digna morada del Espíritu. Que sea siempre así agradable la ofrenda de nuestro amor que hagamos al Señor.

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