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viernes, 1 de abril de 2011

Te alimentaría con flor de harina, te saciaría con miel silvestre

Oseas, 14, 2-10;

Sal. 80;

Mc. 12, 28-34

‘Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino. Te alimentaría con flor de harina, te saciaría con miel silvestre’.

Vuelvo a fijarme hoy en el salmo para iniciar esta reflexión en torno a la Palabra de Dios que nos ofrece la liturgia en este viernes de cuaresma. Rezamos los salmos con mucha frecuencia – nos los ofrece la liturgia siempre junto a la proclamación de la Palabra en la Eucaristía cada día y se tienen también en el Oficio Divino, la liturgia de las Horas, que es la oración de toda la Iglesia a lo largo de cada jornada - pero quizá no le sacamos todo el jugo, por decirlo de alguna manera, del mensaje que nos ofrecen para nuestra oración y para nuestra vida. Creo que tendríamos que fijarnos más en esa hermosa oración que son los salmos, cantados en el Antiguo Testamento, pero que tanta riqueza dan también a la liturgia de la Iglesia.

Una nueva invitación a la conversión que nos hace el Señor en su Palabra. ‘Israel, conviértete al Señor Dios tuyo, porque tropezaste con tu pecado… volved al Señor y decidle: perdona del todo la iniquidad, recibe benévolo el sacrificio de nuestros labios…’ Y quienes dan la vuelta a su vida y se convierten al Señor reciben el perdón del Señor con muchas bendiciones. El oráculo del profeta es bello en sus imágenes ofreciéndonos como un idílico paraíso para quienes son fieles al Señor. Es como un bello jardín lleno de flores y de azucenas, con árboles que dan sombra en el bochorno y dan frutos abundantes. Aquello que rezábamos en el salmo: ‘Te alimentaría con flor de harina, te saciaría con miel silvestre’.

¿Qué es necesario para dar señales de esa conversión y esa vuelta al Señor? Poner toda nuestra fe y nuestra confianza en el Señor. En El está nuestra fuerza y nuestra vida. No confiamos en poderes humanos ni convertiremos en dioses de nuestra vida aquellas cosas que simplemente están para nuestro uso y utilidad. En nuestra vida tendrá que resplandecer el amor.

Es lo que, por su parte, nos enseña hoy el evangelio. ¿Qué es lo que tiene que ser principal y primero para nuestra vida? Sólo Dios y su amor. Ahí tenemos que centrar todo. Nada podrá estar por encima ni ocupar el lugar de Dios. Es por ahí por donde tendríamos que expresar con toda radicalidad nuestra conversión al Señor haciendo que en verdad en El sea en quien pongamos toda nuestra confianza, toda nuestra fe y toda nuestra vida.

‘Un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Qué mandamiento es el primero de todos?’ Quizá aquel escriba quería poner a prueba a Jesús, como tantas veces sucediera, para ver si Jesús se estaba saliendo de lo que era la ley del Señor. Ya podemos recordar que Jesús nos ha dicho – lo escuchamos en estos días pasados – que El no ha a abolir la ley y los profetas sino a darle plenitud. Por eso Jesús le contestará con las palabras del Deuteronomio que todo buen judío se sabía de memoria y repetía una y otra vez en los distintos momentos del día.

‘Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos’.

En estas reflexiones que cada día nos vamos haciendo en nuestro camino hacia la Pascua, bien nos viene a todos recordar este mandamiento del Señor. Pero no sólo para sabérnoslo de memoria y repetirlo, sino para ahondar en todo su sentido. Como tantas veces hemos dicho cuando nos preguntamos si amamos a Dios en nuestro examen de conciencia damos por sentado que sí lo amamos. Pero tendríamos que preguntarnos si en verdad lo amamos tal como nos dice aquí el texto sagrado: ‘con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. Así, con la totalidad de nuestra vida. O como decimos cuando recitamos los mandamientos ‘sobre todas las cosas’, pero así con toda radicalidad sobre todas las cosas.

Cuando aquel escriba viene como a corroborar las palabras de Jesús, no será él quien tenga la última palabra, sino que será Jesús el que le diga: ‘No estás lejos del Reino de Dios’. Creo que merece la pena preguntarnos si eso mismo nos diría Jesús a nosotros: ‘no estás lejos del Reino de Dios’, porque así vivamos el mandamiento principal y primero de la ley de Dios.

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