Os. 6, 1-6;
Sal. 50;
Lc. 18, 9-14
Ante Dios nunca podemos presentarnos bajo el rostro de la falsedad, la apariencia o la hipocresía. Ni podemos justificarnos por nosotros mismos con actitud arrogante en nombre de nuestras obras porque el único que nos justifica y nos salva es el Señor. Nuestra postura y nuestra actitud tiene que ser otra, tiene que ser siempre la de la humildad y la del amor.
Es lo que nos está enseñando hoy el evangelio, podemos decir también que toda la Palabra de Dios que se nos ha proclamado. El profeta Oseas denuncia la actitud de aquellos que fingían presentarse al Señor con actitudes de arrepentimiento y quizá vanagloriándose de sus penitencias o de las cosas buenas que hacían pero a los que les faltaba la verdadera misericordia en el corazón.
Muchos sacrificios, muchos regalos para el Señor con ofrendas valiosas quizá, pero no eran capaces de hacer la ofrenda de un corazón auténtico, lleno de amor y de misericordia. Por eso el profeta terminará sentenciando: ‘Quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos’. Podemos ser incluso pecadores, pero si con sinceridad nos ponemos ante el Señor reconociendo de verdad nuestro pecado y con el deseo sincero de dejarnos transformar por la gracia del Señor seremos más agradables al Señor.
Es el sentido del salmo 50 que hemos recitado, que nos ha servido de oración y de respuesta a lo que el Señor nos va diciendo. Pedimos al Señor misericordia y que por su infinita bondad borre, limpie nuestros pecados pero más que sacrificios le ofrecemos al Señor nuestro corazón contrito y humilde. ‘Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias’. Así queremos presentarnos al Señor.
Repito que es lo que nos enseña Jesús hoy en el evangelio con la parábola que nos propone de los dos hombres que subieron al templo a orar. Como dice el evangelista ‘dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás’. ¿Cómo es que si con sinceridad nos presentamos ante Dios para nuestra oración somos capaces de despreciar a los demás creyéndonos nosotros mejores? Nos podría parecer que eso no podría suceder en una vida de sinceridad y autenticidad, pero bien sabemos cómo fallamos en eso porque algunas veces nos dejamos llevar más por la apariencia llenando nuestra vida de falsedad.
Conocemos la parábola y la forma de presentarse ante el Señor del fariseo y del publicano. ¿Qué alardes de nosotros mismos, repito, podemos hacer ante Dios que ve lo que hay en nuestro corazón y no lo podemos engañar nunca con nuestras apariencias? Podemos hacer cosas buenas, pues démosle gracias a Dios con humildad porque con su gracia hemos podido realizarlas. Pero que nunca esas cosas buenas sirvan para subirnos en pedestales o esperar medalles de reconocimientos y honores. ¡Cómo nos halagan los reconocimientos y tan fácilmente caemos en las redes de la vanidad!
El que se sentía pecador con una actitud humilde sólo pedía al Señor que tuviera piedad, compasión y misericordia de él. Y es que todos tenemos que sentirnos pecadores. ¿Tendremos que esperar que quizá Jesús tenga que decirnos que el que no tiene pecados tire la primera piedra?
Como termina diciendo Jesús en la parábola ‘os digo que éste (el publicano que se consideraba pecador) bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’.
¿Con qué actitud nos vamos nosotros a presentar ante Dios? ‘Mi sacrificio es un espiritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado, tú, Señor, no lo desprecias’.
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