Atentos y vigilantes porque llega el Señor y queremos compartir la vida eterna y cantar para siempre sus alabanzas
1Cor. 1, 1-9; Sal. 144; Mt. 24, 42-51
‘Estad en vela porque
no sabéis qué día vendrá vuestro Señor’. Así ha comenzado el texto del evangelio que hoy se
nos ha proclamado. Unas palabras con un
claro sentido escatológico porque realmente nos están hablando de la última
venida del Señor en el final de los tiempos.
Un tema de gran importancia en el camino de nuestra
vida cristiana para mantener viva nuestra fe y nuestra esperanza, pero hemos de
reconocer que no es algo en lo que pensemos mucho. Hoy vivimos en la inmediatez
del día a día de nuestra vida con sus luchas y problemas, con sus momentos
buenos y de felicidad y también muchas veces con nuestros agobios y amarguras.
Quizá la solución de las cosas inmediatas que nos van surgiendo en la vida hace
que vivamos sin trascendencia y olvidando esta parte de nuestra fe y que ha de
animar también nuestra esperanza.
Tanto en el Credo como en la liturgia es algo que
aparece de forma muy esencial, en fin de cuentas aspiramos a la vida eterna - o
deberíamos aspirar - y así lo expresamos en nuestras oraciones. ¿No decimos por
ejemplo en la plegaria eucarística que más utilizamos todos los días, antes de
la doxología final, que el Señor tenga misericordia de nosotros y ‘merezcamos,
por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas’?
Por eso en el embolismo al Padrenuestro pedimos que ‘vivamos protegidos de toda perturbación mientras esperamos la gloriosa
venida de nuestro Salvador Jesucristo’.
Pues bien, de esto nos habla hoy Jesús en el evangelio,
de esa venida, para la que hemos de estar preparados y vigilantes. ‘Estad vela…’ nos dice. No sabemos
cuando será ese momento de la venida del Señor. Por eso es necesario estar
vigilantes, y el que está vigilante no se duerme. Podemos recordar la parábola
que en otro momento escucharemos y meditaremos de las doncellas que han de
estar vigilantes con sus lámparas encendidas para la llegada del esposo.
Nos habla hoy Jesús del administrador, o el encargado
de la servidumbre que tiene que estar atento para que todo se prepare a sus
horas y nada se pase por alto de lo que es importante. Es la responsabilidad de
nuestra vida que se ha de traducir también, como nos sugiere el evangelio, en
el buen trato que hemos de tenernos los unos con los otros.
Pero nos podemos dormir, bajar la guardia, perder la
necesaria actitud vigilante. Y cuando bajamos la guardia o nos dormimos las
cosas no estarán preparadas en su punto. Cuántas veces nos sucede. Sí, porque
perdemos la intensidad espiritual con que habríamos de vivir nuestra vida. ¿No
decíamos antes que preocupados por la inmediatez de las cosas que nos van
sucediendo a cada momento perdemos de vista el sentido trascendente de nuestra
vida y olvidemos esa esperanza de vida eterna con que habríamos de vivir?
Vivimos fácilmente solo de tejas abajo, como se suele
decir, porque no pensamos sino en el momento presente, dejamos a un lado el
aspecto espiritual que hemos de darle a nuestra vida y perdemos al mismo tiempo
los deseos de eternidad y de vivir para siempre en el Señor. Es la tibieza que
nos tienta, y que por caminos tan malos nos va a llevar porque nos quedaremos
solamente al final en las cosas materiales.
Hemos de estar en vela, vigilantes, con el espíritu en tensión, no olvidando esas ansias de vida eterna que tanto sentido van a darnos en todo lo que aquí y ahora en este mundo vayamos realizando. No podemos olvidar ese sentido espiritual de nuestra vida, para vivir con deseos de Dios, de querer unirnos a Dios. Y eso nos haría cultivar más y más nuestra fe y nuestra esperanza; y eso se va a manifestar en el crecimiento y maduración de nuestro amor, un amor cada vez más comprometido.
Hemos de estar en vela, vigilantes, con el espíritu en tensión, no olvidando esas ansias de vida eterna que tanto sentido van a darnos en todo lo que aquí y ahora en este mundo vayamos realizando. No podemos olvidar ese sentido espiritual de nuestra vida, para vivir con deseos de Dios, de querer unirnos a Dios. Y eso nos haría cultivar más y más nuestra fe y nuestra esperanza; y eso se va a manifestar en el crecimiento y maduración de nuestro amor, un amor cada vez más comprometido.
Pero todo eso hemos de alimentarlo. Ahí tiene que estar
muy presente la Palabra de Dios que escuchemos con fe y con atención; ahí tiene
que estar nuestra oración, pero una oración viva, intensa, profunda porque nos
abrimos a Dios y queremos llenarnos de verdad de Dios; ahí tiene que estar todo
lo que es nuestra vida sacramental, desde la Eucaristía en la que podemos
alimentarnos cada día con Cristo mismo que se nos hace comida, y el sacramento
de la Penitencia que nos perdona y nos renueva, que nos hace reflexionar sobre
la realidad de nuestra vida y revisarnos; ahí está para los enfermos y para los
ancianos el Sacramento de la Unción que nos hace sentir la fuerza del Espíritu
del Señor en la debilidad que nos va apareciendo en nuestro cuerpo y en nuestro
espíritu.
Viene el Señor, no sabemos el momento, pero llegará a
nuestra vida y hemos de estar preparados para que podamos alcanzar la vida
eterna y cantar para siempre sus alabanzas en el cielo.
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