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sábado, 30 de agosto de 2014

La riqueza de nuestra vida misma y la riqueza de nuestra fe han de fructificar en un mundo mejor y más lleno de amor

La riqueza de nuestra vida misma y la riqueza de nuestra fe han de fructificar en un mundo mejor y más lleno de amor

1Cor. 1, 26-31; Sal. 32; Mt.25, 14-30
Cada día con fe y deseos de Dios nos acercamos a la Palabra de Dios como quien busca el alimento de su vida porque sabemos que en ella encontraremos siempre esa luz que ilumina nuestros caminos y esa fortaleza de Dios que nos ayuda a caminar y a ir dando respuesta de vida a cuanto el Señor nos pide. Para el verdadero creyente nunca la Palabra se le hace repetitiva porque es tal su riqueza que aunque escuchemos un mismo texto muchas veces sin embargo siempre vamos a encontrar esa luz concreta, esa gracia, para el momento presente que vamos viviendo.
Es la riqueza de la Palabra de Dios y la Sabiduría divina que quiere impregnar nuestro corazón. Es el Espíritu del Señor que nos habla allá en lo más hondo de nuestro corazón y nos va dando respuesta a las situaciones que vivimos, a los problemas con que nos encontremos, a las dificultades con que nos vamos tropezando.
La parábola que hoy una vez más nos ha proclamado la Iglesia, la parábola de los talentos, y que tantas veces hemos reflexionado y meditado quiere llegar una vez más a nuestra vida para iluminarla y para llenarla de gracia.
Esos talentos repartidos por aquel hombre entre sus empleados aunque nos parezca de manera desigual nos hablan de esos dones con que Dios enriquece nuestra vida que da a cada uno lo que en verdad necesita y sería capaz de desarrollar. Nos pueden hablar de esos valores o de esas cualidades que conforman nuestra vida; serán nuestras capacidades o el don de la inteligencia con que Dios nos ha dotado; puede ser esa riqueza de vida, y no hablo de una riqueza material o económica, que de alguna manera recibimos de nuestro entorno familiar, social o cultural. Cada uno tenemos nuestros dones; en todos hay una riqueza de vida desde lo que es nuestro propio existir - ¿hay mayor riqueza que la vida misma? - y lo que son todas las circunstancias que nos rodean que conforman todo lo que es nuestra vida.
Pero hay otros talentos u otra riqueza que quizá algunas veces no valoramos lo suficiente, la vida de nuestra espíritu con todos sus dones espirituales, nuestra vida de creyentes, nuestra fe. Si hace un momento hablábamos de nuestra existencia como la mayor riqueza, ahora nuestra existencia se ve engrandecida mucho más cuando apreciamos lo que es nuestra vida espiritual y lo que es la fe que anima nuestra vida. Es un don sobrenatural que Dios ha puesto en nuestro corazón, una gracia de Dios que tenemos que aprender a valorar mucho. No es un adorno nuestra fe, porque es algo constitutivo de nuestro ser, lo que va a darle el sentido último a nuestra vida.
Es lo que viene a enseñarnos hoy la parábola. Toda esa riqueza que constituye nuestra vida no la podemos enterrar, sino que tenemos que aprender a desarrollarla, porque no solo nos da una mayor riqueza de plenitud a nosotros mismos, sino que además todo eso que Dios nos ha dado ha de contribuir también al bien de los demás, al desarrollo de nuestra sociedad, a hacer que nuestro mundo sea mejor. Ni los podemos enterrar ni podemos guardárnoslo para nosotros mismos, sino que hemos de hacerlo siempre fructificar.
De la misma manera podemos y tenemos que hablar de ese don de la fe, la mayor riqueza de nuestra vida. Como decíamos nos viene a dar el sentido ultimo de nuestra vida, pero es que además es algo que tenemos que hacer crecer cada día más para contagiar con esa fe y ese sentido de vida a los demás para que puedan encontrar ese camino de plenitud al que nos lleva nuestra fe. Decimos que tenemos que hacer crecer nuestra fe, porque una fe que no crece y madura tiene el peligro de menguarse y perderse. Es lo que tantas veces decimos de ese cultivo de nuestra fe, porque cada día crezcamos más en el conocimiento de Dios, de Jesucristo y de su evangelio y así crezca nuestro amor cristiano y nuestra vida cristiana.

Que cuando al final de nuestros días nos presentemos ante el Señor podamos presentarle las obras de nuestra fe, reflejadas en ese amor que hemos vivido y en ese mundo que con todos los dones que Dios nos ha dado hemos querido hacerlo mejor y más lleno de amor. Que podamos oír de labios del Señor, ‘venid, benditos de mi Padre, a heredar el Reino preparado para vosotros’ porque habéis hecho fructificar vuestra fe y me habéis sabido amar en los humildes hermanos que encontrasteis en el camino de la vida y con vuestro amor habéis sabido hacer un mundo mejor.

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