La riqueza de nuestra vida misma y la riqueza de nuestra fe han de fructificar en un mundo mejor y más lleno de amor
1Cor. 1, 26-31; Sal. 32; Mt.25, 14-30
Cada día con fe y deseos de Dios nos acercamos a la
Palabra de Dios como quien busca el alimento de su vida porque sabemos que en
ella encontraremos siempre esa luz que ilumina nuestros caminos y esa fortaleza
de Dios que nos ayuda a caminar y a ir dando respuesta de vida a cuanto el
Señor nos pide. Para el verdadero creyente nunca la Palabra se le hace repetitiva
porque es tal su riqueza que aunque escuchemos un mismo texto muchas veces sin
embargo siempre vamos a encontrar esa luz concreta, esa gracia, para el momento
presente que vamos viviendo.
Es la riqueza de la Palabra de Dios y la Sabiduría
divina que quiere impregnar nuestro corazón. Es el Espíritu del Señor que nos
habla allá en lo más hondo de nuestro corazón y nos va dando respuesta a las
situaciones que vivimos, a los problemas con que nos encontremos, a las
dificultades con que nos vamos tropezando.
La parábola que hoy una vez más nos ha proclamado la
Iglesia, la parábola de los talentos, y que tantas veces hemos reflexionado y
meditado quiere llegar una vez más a nuestra vida para iluminarla y para
llenarla de gracia.
Esos talentos repartidos por aquel hombre entre sus
empleados aunque nos parezca de manera desigual nos hablan de esos dones con
que Dios enriquece nuestra vida que da a cada uno lo que en verdad necesita y
sería capaz de desarrollar. Nos pueden hablar de esos valores o de esas cualidades
que conforman nuestra vida; serán nuestras capacidades o el don de la
inteligencia con que Dios nos ha dotado; puede ser esa riqueza de vida, y no
hablo de una riqueza material o económica, que de alguna manera recibimos de
nuestro entorno familiar, social o cultural. Cada uno tenemos nuestros dones;
en todos hay una riqueza de vida desde lo que es nuestro propio existir - ¿hay
mayor riqueza que la vida misma? - y lo que son todas las circunstancias que
nos rodean que conforman todo lo que es nuestra vida.
Pero hay otros talentos u otra riqueza que quizá
algunas veces no valoramos lo suficiente, la vida de nuestra espíritu con todos
sus dones espirituales, nuestra vida de creyentes, nuestra fe. Si hace un
momento hablábamos de nuestra existencia como la mayor riqueza, ahora nuestra
existencia se ve engrandecida mucho más cuando apreciamos lo que es nuestra
vida espiritual y lo que es la fe que anima nuestra vida. Es un don
sobrenatural que Dios ha puesto en nuestro corazón, una gracia de Dios que tenemos
que aprender a valorar mucho. No es un adorno nuestra fe, porque es algo
constitutivo de nuestro ser, lo que va a darle el sentido último a nuestra
vida.
Es lo que viene a enseñarnos hoy la parábola. Toda esa
riqueza que constituye nuestra vida no la podemos enterrar, sino que tenemos
que aprender a desarrollarla, porque no solo nos da una mayor riqueza de
plenitud a nosotros mismos, sino que además todo eso que Dios nos ha dado ha de
contribuir también al bien de los demás, al desarrollo de nuestra sociedad, a
hacer que nuestro mundo sea mejor. Ni los podemos enterrar ni podemos guardárnoslo
para nosotros mismos, sino que hemos de hacerlo siempre fructificar.
De la misma manera podemos y tenemos que hablar de ese
don de la fe, la mayor riqueza de nuestra vida. Como decíamos nos viene a dar
el sentido ultimo de nuestra vida, pero es que además es algo que tenemos que
hacer crecer cada día más para contagiar con esa fe y ese sentido de vida a los
demás para que puedan encontrar ese camino de plenitud al que nos lleva nuestra
fe. Decimos que tenemos que hacer crecer nuestra fe, porque una fe que no crece
y madura tiene el peligro de menguarse y perderse. Es lo que tantas veces
decimos de ese cultivo de nuestra fe, porque cada día crezcamos más en el conocimiento
de Dios, de Jesucristo y de su evangelio y así crezca nuestro amor cristiano y
nuestra vida cristiana.
Que cuando al final de nuestros días nos presentemos
ante el Señor podamos presentarle las obras de nuestra fe, reflejadas en ese
amor que hemos vivido y en ese mundo que con todos los dones que Dios nos ha
dado hemos querido hacerlo mejor y más lleno de amor. Que podamos oír de labios
del Señor, ‘venid, benditos de mi Padre,
a heredar el Reino preparado para vosotros’ porque habéis hecho fructificar
vuestra fe y me habéis sabido amar en los humildes hermanos que encontrasteis
en el camino de la vida y con vuestro amor habéis sabido hacer un mundo mejor.
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