Nos dejamos seducir por el amor de Jesús y con decisión cargamos con la cruz para seguirle
Jer. 20, 7-9; Sal. 62; Rom. 12, 1-2; Mt. 16, 21-27
Hay un versículo del evangelio del pasado domingo que
casi nos pudo haber pasado desapercibido y con el que quiero iniciar esta
reflexión. Podíamos decir que aquella recomendación que les había Jesús a los
apóstoles después de la confesión de fe de Pedro la podemos entender mejor con
lo que hoy hemos escuchado, que por otra parte es continuación lineal del texto
del evangelio del pasado domingo.
‘Y les mandó a los
discípulos que no dijesen a nadie que El era el Mesías’. ¿Por qué esa recomendación
precisamente después de la confesión de fe de Pedro ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’? Podría parecernos que no
tenía sentido esa prohibición, si Jesús venía precisamente como Mesías y era lo
que venía a realizar y así había de darse a conocer.
Había que entender bien lo que significaba ser el
Mesías y lo entendemos ahora viendo la reacción de Pedro a las palabras que
pronuncia Jesús hoy. ‘Empezó Jesús a
explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por
parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser
ejecutado y resucitar al tercer día’. Jesús está anunciando su Pascua.
Era ese el sentido de Cristo Mesías que les costaba
entender. Pedro, como los otros discípulos, no estaba de acuerdo con Jesús,
porque un Mesías no debía sufrir, según lo que siempre se había enseñado en las
tradiciones judías; eso desmontaba su visión mesiánica. Para ellos el Mesías
era un caudillo triunfador que iba a liberar a Israel del sometimiento a los
pueblos extranjeros. Se iba a restaurar el Reino de David, con todos aquellos
esplendores, aunque eso significara mil batallas y guerras para expulsar al
extranjero invasor y todo eso acaudillado por el Mesías. Era el concepto, la
idea que tenían muchos en Israel.
‘No lo permita Dios.
Eso no puede pasarte’,
y se puso Pedro a increpar a Jesús porque no podía aceptar lo que Jesús les
estaba anunciando, porque aquello sonaba a derrota y no a victoria. Pedro
pensaba a la manera de los hombres. Ya se lo dirá Jesús. A Pedro le costaba
entender los caminos de Dios. Por eso Pedro está comportándose como un tentador
para Jesús.
‘Quítate de mi vista,
Satanás, que me haces tropezar’,
le dice Jesús a Pedro. Es como en las tentaciones del monte de la cuarentena.
También allí el diablo tentaba a Jesús para que hiciera cosas extraordinarias,
se presentara apoteósico delante de la gente para que causara admiración y la
gente lo siguiera; estaba dispuesto Satanás a darle todos los reinos del mundo,
si lo adoraba. Es la tentación repetida que va soportando Jesús como vemos a lo
largo del evangelio; tanto que incluso cuando llegue el momento de comenzar la
pasión llegará a pedirle al Padre que no suceda todo aquello que estaba
anunciado. ‘Que pase de mi este cáliz’,
pedirá en Getsemaní.
‘Quítate de mi vista
Satanás, que me haces tropezar’,
le dice ahora a Pedro porque está siguiendo las pautas del tentador. ‘Adorarás al Señor tu Dios, y a El solo
servirás’, había dicho Jesús en el monte de la cuarentena. Por encima
estará siempre lo que es la voluntad del Padre. ‘No se haga mi voluntad sino la tuya’.
La idea de Pedro es la de un mesianismo fácil,
nacionalista, tradicional, religiosamente cómodo. No había aún aprendido a
pesar como Dios. Cuando se había dejado conducir por el Espíritu del Padre allá
en su corazón había hecho aquella hermosa confesión de fe, como recordamos.
Pero ahora aparece el Pedro muy humano que se deja influir por lo que otros
dicen, piensan o desean. Será la lucha no solo de Pedro sino de los discípulos
siempre que estarán apeteciendo primeros puestos o recompensas. ‘A nosotros que lo hemos dejado todo ¿qué nos
va a tocar?’ se preguntarán en más de una ocasión.
Por eso Jesús tendrá que repetirles una y otra vez el
estilo y el sentido del verdadero discípulo que sigue a Jesús. Se sigue a Jesús
no para imponerle sus caminos a Jesús, sino para seguir el camino de Jesús.
También el discípulo tendrá que entender lo del camino de la cruz, el camino de
la entrega, el camino de perder para sí mismo para poder ganar la vida que vale
para siempre. Tendrá que aprender el discípulo que no valen las ganancias
fáciles o que consigan tener todas las cosas si no tienen la más importante.
‘El que quiera
venirse conmigo, el que quiera ser mi discípulo, ha de seguir mis mismos
pasos, que se niegue a sí mismo, que
cargue con su cruz y me siga. Porque si uno quiere salvar su vida, la perderá;
pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar
el mundo entero si arruina su vida? ¿o qué podrá dar para recobrarla?’
Cargar con su cruz, la propia, la que cada uno tiene en
la vida. No es que busquemos la cruz por la cruz, el dolor por el dolor, o el sufrimiento
por el sufrimiento. Jesús nos quiere felices; para nosotros ha trazado el
camino de las bienaventuranzas que es querer llamarnos dichosos y felices. Ese
camino de las bienaventuranzas que nos hablará de ser pobres y desprendidos,
como nos hablará de pureza de corazón; que nos hablará de sentir dolor y
sufrimiento con el sufrimiento de los demás en la búsqueda de la justicia y nos
hablará de una vida comprometida totalmente en la búsqueda de la paz y del
bien; como nos hablará de que no seremos comprendidos o incluso podemos ser
vituperados o perseguidos. Pero en todo eso nos vamos a sentir felices y
dichosos en la plenitud del Reino de los cielos.
No buscamos amarguras, pues, sino que queremos vivir
como Jesús, queremos vivir en el amor. Y el que ama, se da, se entrega hasta el
final. Y eso es costoso. No es un camino de rosas porque cuando amamos tenemos
que saber negarnos a nosotros mismos para comenzar a pensar más en aquellos que
amamos, cuando queremos emprender el camino de las bienaventuranzas ya sabemos
a lo que nos comprometemos. Tenemos que aprender a decirnos no para hacer
saltar los cercos que nos crean el egoísmo, la ambición, el orgullo y tantas
pasiones. Y ahí tenemos la cruz.
Pero lo hacemos por amor. Tomamos la cruz por amor y
con total libertad. Como subió Jesús de manera libre hasta Jerusalén aunque
sabía que iba a costarle pasión, cruz, muerte, pero sabía que era el camino de
la vida. Y no le fue fácil a Jesús porque la tentación estaba siempre presente,
el tentador estaba al acecho, como estuvo en el monte de la cuarentena o como
se vale ahora de Pedro para ser también una tentación para Jesús.
Es el camino que nosotros emprendemos, que sabemos que
no nos será fácil porque también el tentador estará al acecho para hacernos
tropezar. Cuántos escollos vamos a encontrar en nuestro propio corazón que
tendremos que aprender a superar. Es cargar con la cruz, con mi cruz, pero que
será el camino que nos llevará a la vida.
¿Cómo podremos llegar a emprender un camino así que
sabemos que nos puede ser costoso y doloroso? Recordemos lo que decía el
profeta en la primera lectura. ‘Me
sedujiste, Señor, y me dejé seducir…’ Es la seducción del amor. ¡Cómo
tenemos que caldear nuestro corazón en el amor de Dios! Dejarnos seducir por el
amor de Dios para vivir en su mismo amor. El profeta reconoce sin embargo que
era el hazmerreír de todos y todos se reían de él. La Palabra del Señor que
había recibido algunas veces le quemaba en su interior, pero era más fuerte el
amor del Señor del que se sentía totalmente cogido, atrapado.
¿Vivimos nosotros un amor así? ¿Así nos sentimos
seducidos por el amor de Dios, como dos enamorados que se sienten seducidos el
uno del otro por el amor que se tienen? Cultivemos ese amor de Dios en nuestra
vida. Que en verdad tengamos ansias de Dios, sed del Dios vivo, como hemos
repetido en el salmo.
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