Nahum, 1, 15; 2, 2; 3, 1-3.6-7
Sal.: Deut. 32, 35-41
Mt. 16, 24-28
‘¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si malogra su vida?’ ¿Cuál es la vida que queremos ganar, por la que merece la pena dejarlo todo? Nos repetimos la pregunta, aunque tendría que ser algo que los cristianos tengamos muy claro. Pero nos cuesta asumirlo. Seguimos haciendo nuestras comparaciones.
Ayer escuchábamos a Jesús que, después de la hermosa profesión de fe de Pedro, anuncia ‘a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día’. Vimos la reacción de Pedro, a quien no le cabía en la cabeza que a Jesús le pudieran pasar esas cosas.
Pero Jesús sigue diciéndonos que el discípulo sigue los pasos de su Maestro. Que si El tendría que padecer y morir era para darnos vida y salvación. Y si nosotros queremos alcanzar esa vida que El nos ofrece hemos de pasar también por ese camino de la cruz. Alcanzar esa vida significa dejar a un lado todo lo que pudiera entorpecernos el camino para llegar a ella; luego habría que renunciar a cosas que, aunque nos pareciera que nos iban a dar unas satisfacciones prontas, sin embargo es mejor llegar a la meta final.
‘El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierde por mí, la encontrará’.
Alcanzar la vida que Jesús nos ofrece, que es una vida en plenitud, una vida sin fin, eterna, de gozo y de gloria en el cielo, nos exige seguir el camino del Evangelio. Un camino de santidad del que tenemos que alejar todo pecado y toda tentación. Somos tentados continuamente, muchas cosas quieren seducirnos, arrastrarnos. Tenemos que saber decir no; tenemos que negarnos a nuestro capricho o a nuestro orgullo; tenemos que controlar nuestras pasiones, para enderezar toda nuestra vida a lo mejor, a la plenitud, a la santidad de Dios.
Estos días los medios de comunicación nos están hablando continuamente de las Olimpiadas. Hoy mismo es su inauguración. Y allí contemplamos a unos atletas que luchas y se esfuerzan por llegar a la meta, por ser los mejores, por alcanzar el premio, el honor de subir al podio y llevarse las medallas. Pero para llegar allí han debido de pasar por camino de entrenamiento, de preparación, que les ha exigido enormes sacrificios y renuncias. Porque su meta estaba en las olimpiadas y en alcanzar una medalla.
Si por estas glorias humanas el atleta es capaz de sacrificarse, de renunciar a muchas comodidades, entrenarse duramente, ¿qué no tendríamos que estar dispuestos a hacer por alcanzar, no una gloria humana, que siempre es efímera, sino por alcanzar la meta de la gloria eterna?
Hace unos días cuando celebrábamos la Transfiguración del Señor, decíamos que era para nosotros un motivo de esperanza, porque en Cristo transfigurado vemos la gloria que un día se nos dará. Vivamos en esa esperanza. Tomemos el camino de Jesús. Esforcémonos por alcanzar esa meta, aunque ahora tengamos que sufrir un poco como nos dice el apóstol, porque la gloria que se nos dará bien merece la pena.
‘¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?’
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