Jer. 28, 1-17
Sal. 118
Mt. 14, 22-36
‘Después que se sació la gente, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras el despedía a la gente’.
Se preveía una travesía normal y tranquila. Tantas veces ellos habían atravesado las aguas del lago en sus pescas de día y de noche. Sin embargo, las previsiones no se cumplieron. Pronto comenzaron a tener dificultades porque ‘la barca iba sacudida por las olas porque el viento era contrario’. Comenzaron las dudas y los miedos. Creían ver fantasmas e intentaban hasta lo inimaginable. Comenzaron a perder la fe.
No sabían, o no eran capaces de caer en la cuenta, de que Jesús no les había dejado solos; que aquello que les parecía un fantasma era Cristo mismo que venía a su encuentro. Nada tenían que temer. Jesús estaba tendiéndole la mano a Pedro para que no pusiera en duda las palabras del Maestro y no se hundiera en las aguas. Al final, después del reproche de Jesús - ‘¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?’ – terminarían haciendo una hermosa profesión de fe: ‘Realmente eres Hijo de Dios’.
Esta también puede ser la travesía del camino de nuestra fe. Jesús nos ha puesto en camino. Se tendría que suponer que todo tendría que ir bien. Somos personas de fe. Nos alimentamos cada día de su Palabra y la gracia de los sacramentos nos acompaña. Sabemos cuál es el camino que hemos de seguir y conocemos bien los mandamientos del Señor. Tenemos trazado un rumbo para nuestra vida desde esa fe que tenemos en Jesús.
Pero la travesía se nos hace muchas veces costosa y muy llena de dificultades. También nos asaltan nuestros miedos y nuestras dudas. En nuestra ceguera para no descubrir de verdad a Jesús algunas veces llenamos de fantasmas nuestra cabeza. En ocasiones no medimos los peligros y nos ponemos en trance de tentación y de caída por nuestra flaqueza o por querer confiar demasiado en nosotros mismos. Yo sé lo que tengo que hacer, me digo tantas veces. No volveré a meter la pata, afirmamos fiados demasiado de nuestro saber o de nuestra voluntad. Nos creemos fuertes y no medimos la fuerza del tentación al mal que nos acecha. Nos hundimos tantas veces dejándonos arrastrar una y otra vez por el mal y el pecado.
¿Qué nos pasa? ¿Habremos perdido la fe o se nos habrá debilitado? ¿Habremos puesto más confianza en nosotros mismos que en la gracia del Señor? ¿Habremos aflojado la intensidad de nuestra oración? Hoy unas palabras que quizá nos han pasado desapercibidas cuando hemos escuchado el evangelio. ‘Después de despedir a la gente, Jesús subió a solas al monte para orar’. Allí estuvo hasta la madrugada cuando vino a dar con los discípulos que bregaban contra el viento en medio del lago. ¿Nos hará falta irnos a solas también muchas veces al monte o al desierto de nuestro interior para orar, para encontrarnos con el Señor?
Tenemos que reafirmar nuestra fe en Jesús. Sentir que El tantas veces nos tiende la mano para no dejarnos hundir en medio de las olas de la vida. Tenemos que dejar al menos la orla de su manto, de su vida toque nuestras almas para sentirnos revivificados y curados. Pero todo eso lo sabremos descubrir y vivir si hay ese hábito de oración en nuestra vida. Porque en esa oración aprenderemos a descubrirle y a escucharle, a sentir su fuerza y a verle con los ojos de nuestra fe siempre a nuestro lado, aunque haga oscuro, porque haya noche en nuestra vida.
Que se despierte nuestra fe. El despejará todas nuestras dudas y nos fortalecerá en nuestras debilidades.
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