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martes, 22 de abril de 2014



Que las lágrimas de nuestros sufrimientos no cieguen nuestros ojos para descubrir y reconocer a Jesús

Hechos, 2, 36-41; Sal. 32; Jn. 20, 11-18
‘María Magdalena, al final, fue y anunció a los discípulos: He visto al Señor y ha dicho esto’. Siempre tras un encuentro con el Señor nos sentimos enviados con una misión. Lo que vivimos en el encuentro con el Señor compartido con los demás puede también llenarlos de luz. Y la luz nunca nos la podemos guardar para nosotros solos.
Las lágrimas le habían impedido en principio reconocer a Jesús confundiéndolo con el encargado del huerto. Desde el amor grande que sentía por Jesús se había encerrado demasiado en sí misma en su dolor. No llegaba a entender las señales que el Señor ponía a su lado, le costaba escuchar  en su propio corazón, sus ojos estaban nublados por las lágrimas. Pero allí estaba el Señor y al final la voz inconfundible del Maestro la hizo despertar para reconocer al Señor. Iría presurosa a comunicar a los demás que había visto al Señor y a trasmitirles su mensaje.
El dolor, los problemas, las dificultades y tropiezos que vamos teniendo en la vida en muchas ocasiones nos ciegan también. Deprimidos por el sufrimiento nos cuesta encontrar la luz, pero hemos de saber despertar nuestra fe porque siempre el Señor tiene una luz para nosotros. Hay en nosotros, sí, una fuerza de vida que tiene que hacernos saltar por encima de esas negruras para ver la luz. 
Nos creemos que somos los más desgraciados del mundo y que nadie sufre como nosotros. Pero hemos de saber mirar a nuestro lado, porque si tenemos sensibilidad para ver el sufrimiento que tienen también muchos a nuestro alrededor, puede ser que nuestro corazón se despierte. Además cuando nos hacemos sensibles al sufrimiento de los otros nos podemos dar cuenta que quizá nuestro sufrimiento no es tan grande. Compartiendo con los demás, abriéndonos al sufrimiento de los otros nuestra vida adquiere un nuevo sentido y valor y con nuestros propios sufrimientos podemos hacernos redentores con Cristo de los demás.
Las lágrimas que cegaban el alma de Magdalena nos puede estar enseñando muchas cosas. Tenemos que aprender como ella a saber reconocer al final a Jesús; porque Jesús también se acerca a nosotros de muchas maneras, en muchas personas que pueden llegar hasta nosotros con una palabra buena y una palabra de aliento. Siempre será la voz del Señor que nos habla a nuestro corazón y que hemos de saber oír y reconocer. Sepamos descubrir y reconocer esa acción del Señor que a través de los otros que nos ayudan nos está también manifestando su amor. Y como María Magdalena sepamos llevar la noticia a los demás, porque el Señor se puede valer de nosotros, de lo que nosotros hayamos experimentado y vivido si lo compartimos para ayudar, para hacer llegar su presencia a los demás.
En la primera lectura escuchamos hoy la conclusión del discurso de Pedro en la mañana de Pentecostés a quienes se habían reunido ante el Cenáculo. ‘Todo Israel esté cierto de que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías’. Y nos dice el autor sagrado que ‘estas palabras les traspasaron el corazón’ y ahora preguntaban qué había que hacer. La Palabra del Señor anunciada por Pedro llega de una forma viva al corazón de aquellas gentes y ahora se preguntan qué tienen que hacer. Están descubriendo la luz, se están encontrando con la verdad y la vida. Sienten que sus vidas no pueden seguir de la misma manera. Ha nacido la fe en el corazón de aquellas gentes y esa fe tienen que expresarla de alguna manera. No se pueden quedar con ese tesoro que ha descubierto manteniéndolo escondido.
Lo que Pedro les propone es la conversión, el reconocimiento del error en que han vivido hasta entonces, pero para volver su corazón al Señor. Han de expresar y manifestar esa fe que ha nacido en sus corazones en Jesús.  Y la fe les llevará primero que nada a unirse a Jesús, a querer vivir la misma vida de Jesús que lo van a significar en el Bautismo. No es otra cosa el Bautismo que ese unirnos a Jesús para vivir su misma vida en virtud del misterio grandioso de muerte y resurrección. El Bautismo es un participar del misterio pascual de Cristo que nos trae y nos llena de la salvación.
Cuánto tenemos que considerar la grandeza y la maravilla del Bautismo que hemos recibido.

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