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sábado, 6 de junio de 2020

La vanidad lo echa todo a perder, pero un espíritu humilde manifiesta la verdadera grandeza de la persona y nos llena de mayor dignidad


La vanidad lo echa todo a perder, pero un espíritu humilde manifiesta la verdadera grandeza de la persona y nos llena de mayor dignidad

2Timoteo 4, 1-8; Sal 70; Marcos 12, 38-44
La vanidad lo echa todo a perder, pero un espíritu humilde manifiesta la verdadera grandeza de la persona y nos llena de mayor dignidad. Pero no lo terminamos de aprender. Nos sentimos engolosinados por unas alabanzas y reconocimientos. Decimos que no queremos aparentar, pero buscamos la forma de que las cosas sean reconocidas; nos halaga que digan cosas bonitas de nosotros y de alguna manera parece que queremos hacer saber a los demás lo bueno que somos, aunque mal lo disimulemos.
Primeros puestos o lugares de honor, puestos donde podamos tener nuestras influencias y cargos que eleven nuestro status, alcanzar aquello que signifique poder para que prevalezcan por encima de todo mis ideas, llegar al lugar donde yo pueda hacer y deshacer a mi antojo o en lo que pueda obtener unos beneficios. Lo estamos viendo continuamente en nuestra sociedad; gente que nos viene de redentora protestando o denunciando todo lo que los otros hacen y populismos de los que nos valemos para alcanzar esas cotas de poder y actuar ahora quizás con más despotismo de lo que antes anunciaban.
Lo estamos muchas veces sufriendo. Y sucede en lo que podríamos llamar las clases dirigentes de la sociedad, pero son también las pequeñas batallitas – o no tan pequeñas – que se dan en nuestra cercanía, en nuestros grupos sociales, también – hay que reconocerlo – en nuestras comunidades de orden religioso o cristiano. Muchas veces contemplamos guerras sordas también en esos grupos a los que pertenecemos o que nos rodean también en el ámbito de nuestras parroquias y comunidades cristianas. No siempre los diálogos de tipo pastoral que podamos tener en nuestras comunidades arrancan de ese deseo pastoral, sino pudieran aparecer intereses y hasta deseos de manipulación en ocasiones.
Nos es fácil tirar la piedra pensando en los grandes dirigentes de la sociedad, o quedándonos en retazos de la historia si ahora al leer el evangelio solo pensamos en aquellos letrados y fariseos de la época de Jesús, y no somos de darnos cuenta que eso sucede en nuestro entorno y también en la Iglesia. Tenemos que saber reconocer nuestras debilidades y nuestros fallos. Tenemos que ser claros y humildes.
En el evangelio que hoy escuchamos se contraponen, por así decirlo, las dos posturas. Previene Jesús ante la actitud y la manera de actuar de escribas y fariseos. Allí estaba Jesús frente a la entrada del templo y se podía contemplar la postura y manera de actuar de todos aquellos que iban entrando. ‘Cuidado, les dice, con los escribas. Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes, y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones’. No hacen falta más descripciones, no para verlos a ellos, sino para mirarnos a nosotros mismos.
Pero al mismo tiempo Jesús se ha fijado en quien nadie se fija. Una pobre viuda, anciana, con sus pobres ropas que trata de pasar desapercibida. Nadie se habría fijado en ella si no fuera por la indicación de Jesús. ‘Estando Jesús sentado enfrente del tesoro del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho; se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante’. Así nos lo describe el evangelio. Y ahí está el comentario de Jesús. ‘En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’.
Así, sin hacer ruido, sin llamar la atención aquella mujer echó cuanto tenía en el cepillo del templo. Merece la alabanza de Jesús. ‘Dichosos los pobres porque de ellos es el Reino de los cielos’, nos dirá en otro lugar. Pero es la actitud de los que están siempre dispuestos a servir, a hacer el bien, a contribuir a todo lo bueno desde sus valores o sus capacidades, pero también desde su pobreza y lo poco que son. Es la disponibilidad y la generosidad, es el desprenderse de uno mismo y ser capaz de gastarse por los demás. Porque lo importante es el bien, lo bueno que hagamos, aunque no nos llevemos medallas que colgarnos al cuello o diplomas que colgar de nuestras paredes.
Ahí está la verdadera grandeza del ser humano. Ahí se manifiesta la mayor dignidad que no está en unos ropajes o en unos bastones de mando. Mucho tendría que hacernos pensar todo esto. Mucho tenemos que verlo también ad intra de nuestras comunidades.


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