La mirada de Jesús y nuestras miradas
2Sam. 12, 7-10.13; Sal. 31; Gál. 2, 16.19-21; Lc. 7, 36-8, 3
La mirada de Jesús y nuestras miradas. Vemos una
diferencia grande entre la mirada de Jesús y la mirada de aquel fariseo que lo
había invitado a comer, como la mirada de los otros convidados después de todo
lo sucedido. ¿Y nuestra mirada a cuál se parecerá más?
Es el primer pensamiento en la reflexión que me hago en
torno a este evangelio que hoy se nos ha proclamado. Tal como comienza el
relato no parece ser sino otra comida en la que han invitado a Jesús, como
sucede en otras ocasiones. Pero ya en otras ocasiones ha sido motivo para que
Jesús nos dejara hermosos mensajes. Recordemos cuando los invitados se daban de
codazos por conseguir los mejores puestos en torno a la mesa y cómo nos dice
Jesús que ese no ha de ser nuestro estilo, ni el de estarnos peleando por
puestos principales, ni el de simplemente invitar a los amigos y a quienes
pudieran correspondernos invitándonos a su vez a nosotros.
Hoy las cosas van a ir por otro camino. Una vez que
estaban recostados en torno a la mesa, según costumbre y estilo de la época, ‘una mujer de la ciudad, una pecadora, al
enterarse de que estaba Jesús comiendo en casa del fariseo vino con un frasco
de perfume y colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle
los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de
besos y se los ungía con el perfume’.
Allí está Simón, el fariseo que lo había invitado,
nervioso y observando cuanto sucedía. No se atreve a decir nada pero su mirada
lo dice todo. No se atreve a decir nada pero allá está pensando en su interior.
¡Cómo se atreve esta pecadora! ¡Cómo lo permite Jesús si es una pecadora! ‘Si éste fuera profeta… - ¿están
aflorando sus dudas? ¿serán sus sospechas maliciosas? ¿serán los juicios ya
condenatorios de antemano? - si éste
fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una
pecadora’.
No lo olvidemos era un fariseo y según sus puritanas
ideas aquella mujer pecadora está contaminando con su impureza todo cuanto
toque; no olvidemos cuantas purificaciones se hacían cuando llegaban de la
plaza, aunque ahora ni agua había ofrecido a Jesús. Allí estaba brotando por
sus ojos la malicia de su corazón que no es capaz de ver algo más hondo en
cuanto estaba sucediendo.
Pero la mirada de Jesús era distinta porque estaba
viendo lo que realmente había en el corazón de aquella mujer. Quien nos estaba
enseñando que Dios es compasivo y misericordioso y nos pedía que fuésemos
nosotros compasivos como compasivo y misericordioso es Dios, estaba mostrándonos
ahora ese rostro misericordioso de Dios.
Jesús que conoce cuanto sucede en nuestro corazón,
conociendo cuanto estaba pasando por el corazón y el pensamiento de quien lo había
invitado a comer le propone una breve parábola. La hemos escuchado. ‘Un prestamista que tenía dos deudores: uno
le debía quinientos denarios y otro cincuenta. Y como no tenían con qué pagar los perdonó a los
dos. ¿cuál de los dos lo amará más?’ La respuesta salió lógica de la boca
del fariseo. ‘Supongo que aquel a quien
le perdonó más’.
Y ahora Jesús se vuelve hacia aquella mujer. Aquella
mujer que solo llora en silencio. No le escuchamos ninguna palabra. Aquella
mujer que no había buscado puestos especiales, sino se había puesto en el lugar
de los sirvientes, postrada detrás a los pies de Jesús, y realizando aquello
que quizá a través de sus sirvientes Simón le tenía que haber ofrecido a Jesús
en el nombre de la hospitalidad. No lo había hecho Simón; lo estaba haciendo
aquella mujer a quien el fariseo consideraba indigna, pero que en la enseñanza
de Jesús sería la primera, porque había aprendido a ponerse en el ultimo lugar,
a ocupar el lugar de los que sirven.
Allí estaba Jesús, el Maestro y el Señor; el que viene
a levantar y a redimir le está devolviendo la dignidad a aquella mujer; el que
sabe valorar cuanto amor hay en el corazón de aquella mujer que aunque muy
pecadora, sin embargo había sido capaz de amar mucho. ‘Sus muchos pecados están
perdonados, porque tiene mucho amor’.
¡Qué hermosa la mirada de Jesús! ¡Qué grande es el corazón de Cristo! ‘Tus pecados están perdonados’, le dice
a aquella mujer.
Pero todavía hay por allí algunos que siguen con la
mirada de la desconfianza, de la incredulidad, del juicio y la condena que no
entienden de misericordia y de perdón. ‘Los demás convidados comenzaron a decir
entre sí: ¿Quién es éste que hasta perdona pecados?’ La cerrazón de sus
corazones les impide abrir los ojos para descubrir el amor, para descubrir el
rostro misericordioso de Dios que allí se está manifestando.
Y como nos preguntábamos ya desde el principio ¿cuál es
nuestra mirada? Seguro que ahora diremos que nuestra mirada tiene que ser como
la de Jesús. Ojalá aprendamos la lección y aprendamos a mirar con una mirada
como la de Jesús, porque tenemos que reconocer que no ha sido así muchas veces
en nuestra vida. Seamos sinceros ¿cómo miramos habitualmente a los demás?
Con cuánta desconfianza miramos tantas veces a los que
nos rodean; cuántas veces aparece esa desconfianza o hasta esa sospecha ante
quien pueda aparecer de manera inesperada en nuestra vida; cuántas veces
seguimos marcando con el sambenito de la duda y de la culpa a quien en un
momento quizá tuvo un tropiezo en su vida e hizo quizá lo que no era bueno, y
nosotros seguimos desconfiando y pensando que sigue siendo igual; cuánto nos cuesta dar una oportunidad al caído para
levantarse y redimirse. Quizá hasta tenemos miedo de tocar con nuestra mano a
aquel pobre a quien vamos a dar una limosna o no me quiero mezclar con aquellos
que tienen tan mala apariencia.
Qué fácil nos es acusar y condenar con nuestro juicio y
con nuestra crítica a cualquiera que se cruce en nuestra vida porque quizá nos
cae mal o no nos es tan simpático o tiene mala presencia. Muchas veces tomamos
posturas distantes ante los que nos parece que no son de los nuestros o tienen
otra manera de pensar y con ellos no queremos hacer migas. Cómo nos cuesta
perdonar a quien nos haya podido molestar en un momento determinado y cómo se
guardan los rencores y los resentimientos. Cómo seguimos pensando que aquella
persona no puede cambiar y no le damos una oportunidad ni le tendemos la mano
para ayudarla a levantarse.
Jesús no le preguntó a la mujer ni le echó en cara por
qué había caído en aquella situación de pecado. La mirada de Jesús fue una
mirada llena de amor, una mirada que era como una mano tendida para levantarse,
para darle como un plus de confianza, para hacerle sentir que su vida podía ser
distinta, para que comenzara una nueva vida, para que comenzara a valorarse
dentro de sí misma. La mirada de Jesús era una mirada de amor y de paz que
inundaría de ese amor y de esa paz el corazón de aquella mujer.
Es la mirada que tenemos nosotros que aprender a tener
para dar confianza, para despertar esperanza, para llenar de paz los corazones,
para que en verdad se sientan perdonados y transformados, para que puedan
valorarse a sí mismos creyendo que pueden comenzar una vida nueva; somos
nosotros los que ahora tenemos que ir mostrando con nuestro amor, con nuestra
comprensión, con nuestro corazón lleno de misericordia y amor el corazón misericordioso
de Dios.
¿Cambiará nuestra mirada, la forma de acercarnos y de
amar a los demás?
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