Un camino de crecimiento espiritual desde la autenticidad de nuestra relación con el Señor
2Cor. 9, 6-11; Sal. 111; Mt. 6, 1-6.16-18
No hace mucho escuchábamos que Jesús les decía a los
discípulos que si su justicia no era mayor que la de los escribas y fariseos no
llegarían a entender el Reino de Dios. Así tienen que ser nuestros deseos de
santidad, que cada vez con mayor ahínco hemos de buscar para nuestra vida. Tiene
que ser una vida en continuo crecimiento donde hemos de ir purificando nuestros
deseos, nuestras intenciones, como hemos de ir mejorando nuestra manera de
actuar igual que nuestras actitudes interiores.
El llamado sermón del monte que venimos escuchando día
a día en el evangelio y tratando de meditarlo para irlo aplicando en nuestro
camino de cada día va continuamente recordándonos diversos aspectos de nuestra
vida, de nuestras relaciones con los demás, pero también de todo lo que ha de
ser nuestra espiritualidad, nuestra relación con Dios, en una palabra, de
nuestras prácticas religiosas.
Como siempre Jesús nos pide autenticidad en lo que
hacemos y vivimos. De nada nos valen las apariencias si allá en lo más hondo de
nosotros mismos no nos llenamos de Dios para ofrecerle lo mejor de nuestro
corazón. No hacemos las cosas por el lucimiento para que los demás vean lo
buenos que somos, porque con eso estaríamos ya enturbiando nuestras
intenciones, podíamos decir, quitándole el brillo de aquellas buenas acciones
que realicemos.
Es cierto que cuando los que están a nuestro lado vean
nuestras buenas obras ellos darán gloria al Señor por ello, y les puede servir
de estímulo para su caminar cristiano, porque realmente mutuamente nos ayudamos
los unos a los otros. ‘Que vean vuestras
buenas obras, nos dice Jesús cuando nos señala que tenemos que ser luz, para
que glorifiquen al Padre del cielo’.
Pero hoy nos dice: ‘Cuidad
de no practicar vuestra justicia - la santidad de vuestra vida, traducimos
- delante de los hombres para ser vistos
por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre del cielo’.
Nos señala tres pilares fundamentales de nuestra piedad como son la limosna, el
ayuno y la oración. ‘No vayas tocando la
trompeta por delante… no te pongas de pie delante de todos o en las esquinas de
las plazas… no desfigures tu cara como los farsantes…’ nos señala Jesús. No
busquemos ser honrados por los hombres, no busquemos alabanzas humanas que nos
llenan de vanidad y orgullo. Como nos dirá en otro lugar que no sepa tu mano
izquierda lo que hace la derecha.
En nuestra oración lo que tenemos que buscar es ese
encuentro intimo y profundo con el Señor, por eso hemos de saber hacer ese
silencio en nuestro corazón para poder sentirle y escucharle. Que aunque
nuestra oración la hagamos unidos a los demás, con un verdadero sentido
comunitario, como son nuestras celebraciones litúrgicas, no nos quedemos en
realizar, por así decirlo, el rito, porque repitamos los gestos o las palabras
rituales de nuestras oraciones, sino que surja esa oración desde lo más
profundo de nuestro corazón, sintiendo esa presencia de Dios que me llena y me
inunda el alma, disfrutando de su presencia y de su amor.
Por eso tenemos que hacerlo de forma auténtica, de
forma viva, haciéndonos conscientes de verdad de lo que estamos haciendo, de cómo
nos sentimos en la presencia del Señor, y concentrándonos bien para que nada
nos distraiga, para que no se quede en lo ritual, sino que vivamente nos
sintamos inundados de la gracia de Dios.
Es así cómo podemos ir creciendo espiritualmente;
sintiendo esa fuerza de la gracia en nuestro corazón nuestra vida se irá
iluminando para ir descubriendo lo que de verdad merece la pena; nos sentiremos
purificados porque iremos descubriendo todo eso en lo que hemos de crecer y con
la gracia del Señor, unidos a El íntima y profundamente en nuestra oración, nos
sentimos al mismo tiempo fortalecidos en el Señor. Que no nos falte nunca esa
gracia del Señor ni la echemos en saco roto para que seamos cada vez más
santos. Esa ha de ser la meta y la tarea de todo cristiano que quiere en verdad
seguir a Jesús.
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