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jueves, 20 de junio de 2013

Oramos con y como Jesús y nos sentimos envueltos por la presencia de Dios

2Cor. 11, 1-11; Sal. 110; Mt. 6, 7-15
Ayer escuchábamos cómo Jesús nos pedía autenticidad en nuestra vida y en concreto nos  hablaba de la limosna, el ayuno y la oración. Nos pedía Jesús que nos alejáramos de apariencias y superficialidades dándole profundidad a todo lo que hiciéramos y en concreto nos señalaba, como decimos, la oración, el ayuno y la limosna.
Por eso nos pedía que para nuestra oración nos introdujéramos en nuestro cuarto interior, en la profundidad de nuestro espíritu, para sentir así más hondamente la presencia y el amor del Señor. Nuestra oración no puede ser nunca al modelo de aquellos que hacían ostentación de sus rezos - ‘de pie en las sinagogas delante de todo el mundo o en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente’, nos decía - sino la oración interior, la oración callada que sale del corazón que vive intensamente la presencia de Dios en su vida.
Hoy nos dice algo más. Si la oración no puede ser la repetición ostentosa y meramente ritual de unas palabras o fórmulas de oración, tampoco se nos puede quedar en palabrería vana e interminable. ‘Cuando recéis, nos dice, no uséis muchas palabras como los paganos que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes que se lo pidáis’.
¿Querrá decir esto que entonces no es necesaria la oración porque lo que vamos a pedir ya Dios lo sabe? Ni mucho menos. La oración es necesaria y es esencial, tanto como lo tiene que ser el encuentro amoroso del hijo con su Padre. Por eso primero que nada lo que Jesús nos enseña que tiene que ser nuestra oración es ese reconocimiento del amor que Dios nos tiene y por eso lo llamamos Padre pero también cómo todo tiene que ser siempre para su gloria, glorificando el nombre del Señor realizando siempre lo que es su voluntad.
Son las primeras cosas que le decimos al Señor en nuestra oración. Santificar el nombre de Dios que es proclamar su gloria. ‘Santificado sea tu nombre’, decimos. Todo siempre para la gloria del Señor; en todo momento queremos cantar su alabanza y darle gracias; y santificando el nombre del Señor queremos nosotros al mismo tiempo llenarnos de su santidad.
Reconocerle como nuestro único Dios y Señor queriendo vivir su Reino. ‘Venga a nosotros tu Reino’, decimos pero porque nosotros queremos vivirlo; porque nosotros queremos reconocer que El es el único Señor de nuestra vida; porque queremos vivir en ese estilo y sentido nuevo que nos enseña el Evangelio; porque creemos en el Reino de Dios, que es la primera invitación que nos hizo Jesús, y convertimos nuestra vida al Señor.
Vivencia de ese Reino de Dios y santidad en nuestra vida, porque queremos siempre seguir sus caminos; en todo buscamos su voluntad; en todo queremos hacer siempre su voluntad. ‘Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo’. Si en el cielo los ángeles y santos cantan siempre la eterna alabanza y gloria para el Señor, nosotros aquí en la tierra buscamos hacer su voluntad que es la mejor forma de hacer esa alabanza al Señor.
Fijémonos que ahí está el centro de nuestra oración. Ese primer momento, esas primeras palabras que nos enseña Jesús para lo que ha de ser nuestra oración es fundamental que no solo las digamos sino que sean en verdad una forma de vivir esa presencia del Señor en nuestra vida, ahí en lo más hondo del corazón.
Luego vendrán las peticiones, por nuestras necesidades y las necesidades de nuestro mundo, pero también para que sintamos una vez más su amor que nos perdona y nos llena de su gracia, que nos fortalece y está a nuestro lado para librarnos de todo mal. Muchas más cosas podríamos decir comentando este modelo de oración que Jesús nos propone, pero creo que si entramos con buen pie en nuestra oración haciendo que esos primeros momentos sean verdaderamente intensos, luego vendrá casi como de forma espontánea todas esas otras peticiones que le hagamos al Señor.
Lo hemos comentado muchas veces. No es necesario que ahora digamos muchas cosas. Es toda la hondura que hemos de darle siempre a nuestra oración sintiéndonos envueltos por su presencia y por la inmensidad de su amor. No será entonces una oración que nos canse o nos aburra sino que será un verdadero encuentro con el Señor que nos deje siempre inundados de su paz y con deseos de seguir estando siempre en su presencia. Como Pedro en el Tabor también tendríamos que decir en nuestra oración '¡Qué bien se está aquí!' Nos queremos quedar para siempre contigo.

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