Oramos con y como Jesús y nos sentimos envueltos por la presencia de Dios
2Cor. 11, 1-11; Sal. 110; Mt. 6, 7-15
Ayer escuchábamos cómo Jesús nos pedía autenticidad en
nuestra vida y en concreto nos hablaba
de la limosna, el ayuno y la oración. Nos pedía Jesús que nos alejáramos de
apariencias y superficialidades dándole profundidad a todo lo que hiciéramos y
en concreto nos señalaba, como decimos, la oración, el ayuno y la limosna.
Por eso nos pedía que para nuestra oración nos
introdujéramos en nuestro cuarto interior, en la profundidad de nuestro
espíritu, para sentir así más hondamente la presencia y el amor del Señor.
Nuestra oración no puede ser nunca al modelo de aquellos que hacían ostentación
de sus rezos - ‘de pie en las sinagogas
delante de todo el mundo o en las esquinas de las plazas, para que los vea la
gente’, nos decía - sino la oración interior, la oración callada que sale
del corazón que vive intensamente la presencia de Dios en su vida.
Hoy nos dice algo más. Si la oración no puede ser la repetición
ostentosa y meramente ritual de unas palabras o fórmulas de oración, tampoco se
nos puede quedar en palabrería vana e interminable. ‘Cuando recéis, nos dice,
no uséis muchas palabras como los paganos que se imaginan que por hablar mucho
les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace
falta antes que se lo pidáis’.
¿Querrá decir esto que entonces no es necesaria la
oración porque lo que vamos a pedir ya Dios lo sabe? Ni mucho menos. La oración
es necesaria y es esencial, tanto como lo tiene que ser el encuentro amoroso
del hijo con su Padre. Por eso primero que nada lo que Jesús nos enseña que
tiene que ser nuestra oración es ese reconocimiento del amor que Dios nos tiene
y por eso lo llamamos Padre pero también cómo todo tiene que ser siempre para
su gloria, glorificando el nombre del Señor realizando siempre lo que es su
voluntad.
Son las primeras cosas que le decimos al Señor en
nuestra oración. Santificar el nombre de Dios que es proclamar su gloria. ‘Santificado sea tu nombre’, decimos. Todo
siempre para la gloria del Señor; en todo momento queremos cantar su alabanza y
darle gracias; y santificando el nombre del Señor queremos nosotros al mismo
tiempo llenarnos de su santidad.
Reconocerle como nuestro único Dios y Señor queriendo
vivir su Reino. ‘Venga a nosotros tu
Reino’, decimos pero porque nosotros queremos vivirlo; porque nosotros
queremos reconocer que El es el único Señor de nuestra vida; porque queremos
vivir en ese estilo y sentido nuevo que nos enseña el Evangelio; porque creemos
en el Reino de Dios, que es la primera invitación que nos hizo Jesús, y
convertimos nuestra vida al Señor.
Vivencia de ese Reino de Dios y santidad en nuestra
vida, porque queremos siempre seguir sus caminos; en todo buscamos su voluntad;
en todo queremos hacer siempre su voluntad. ‘Hágase
tu voluntad así en la tierra como en el cielo’. Si en el cielo los ángeles
y santos cantan siempre la eterna alabanza y gloria para el Señor, nosotros
aquí en la tierra buscamos hacer su voluntad que es la mejor forma de hacer esa
alabanza al Señor.
Fijémonos que ahí está el centro de nuestra oración.
Ese primer momento, esas primeras palabras que nos enseña Jesús para lo que ha
de ser nuestra oración es fundamental que no solo las digamos sino que sean en
verdad una forma de vivir esa presencia del Señor en nuestra vida, ahí en lo
más hondo del corazón.
Luego vendrán las peticiones, por nuestras necesidades
y las necesidades de nuestro mundo, pero también para que sintamos una vez más
su amor que nos perdona y nos llena de su gracia, que nos fortalece y está a
nuestro lado para librarnos de todo mal. Muchas más cosas podríamos decir
comentando este modelo de oración que Jesús nos propone, pero creo que si
entramos con buen pie en nuestra oración haciendo que esos primeros momentos
sean verdaderamente intensos, luego vendrá casi como de forma espontánea todas
esas otras peticiones que le hagamos al Señor.
Lo hemos comentado muchas veces. No es necesario que
ahora digamos muchas cosas. Es toda la hondura que hemos de darle siempre a
nuestra oración sintiéndonos envueltos por su presencia y por la inmensidad de
su amor. No será entonces una oración que nos canse o nos aburra sino que será un
verdadero encuentro con el Señor que nos deje siempre inundados de su paz y con
deseos de seguir estando siempre en su presencia. Como Pedro en el Tabor también tendríamos que decir en nuestra oración '¡Qué bien se está aquí!' Nos queremos quedar para siempre contigo.
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