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martes, 12 de noviembre de 2013

Dos valores que se pudieran estar perdiendo: la gratuidad y el sentido del deber

Sab. 2, 23-3, 9; Sal. 33; Lc. 17, 7-10
Algunas veces mirando con ojos observadores lo que sucede en nuestro entorno, fijándonos en las actitudes de muchas veces o las razones o motivaciones que manifiestan para hacer las cosas, da la impresión que de todo lo que hacemos queremos sacar una ganancia extra. Nada se hace muchas veces gratuito sino que por todo nos mueve un interés de un beneficio que podamos obtener.
Muchas veces pareciera que lo de la gratuidad haya desaparecido de nuestro vocabulario o de nuestra manera de actuar, porque incluso de aquello que tendríamos que hacer por deber y responsabilidad queremos también obtener un beneficio. Gratuidad y cumplimiento del deber parecieran cosas olvidadas en muchas ocasiones.
Siempre recuerdo una anécdota que me contaba un sacerdote; era capellán de un centro sanitario y tenía la costumbre de repartir unas estampas o tarjetas por navidad o por pascua para felicitar a la gente que estaba allí hospitalizada; me contaba que en más de una ocasión alguna persona se la rechazaba porque decía que no tenía dinero suelto para darle algo por aquella tarjeta, o en otras ocasiones enseguida la persona comenzaba a buscar en el monedero una monedas para darle algo. No entendían que aquello era una felicitación y una felicitación es un buen deseo que no hay que corresponder pagando. No entendían que fuera algo gratuito lo que le estaban dando.
Creo que es algo que nos puede ayudar a reflexionar en torno a este evangelio que hemos escuchado. Jesús pone el ejemplo de la persona que está al servicio de aquel señor y que cuando termina de realizar sus servicios, sus trabajos sencillamente dice: ‘Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer’.
Es el cumplimiento de unas responsabilidades o deberes de lo que simplemente hemos de sentir la satisfacción del deber cumplido y nos buscar interesadamente que por aquello que es nuestra obligación tengamos que tener un beneficio extra. Parece que siempre estuviéramos con la mano tendida para alcanzar algo. No quita, por supuesto, la necesaria gratitud de quien ha recibido ese servicio, por ejemplo en razón de la función pública que aquel servidor realiza. Pero ya sabemos a donde nos está conduciendo este mundo de corrupción en el que vivimos. Cuántas cosas oímos continuamente en este sentido. Siempre hay que dar algo extra para conseguir lo que quizá por derecho nos corresponde.
Y está por otra parte la satisfacción de aquel que es generoso y servicial y está siempre dispuesto a ayudar, a prestar un servicio, a tender una mano con total generosidad y altruismo. Es la gratuidad de la que antes hablábamos, porque lo que motiva esos servicios que podamos prestar a los demás es el amor, el amor que contemplamos resplandecer en Jesús por nosotros.
¿Cómo es ese amor que Dios nos tienes? El amor de Dios es siempre un amor gratuito. Nos ama porque nos lleva en su corazón desde antes de la creación del mundo, desde toda la eternidad. Nos ama porque quiere considerarnos sus hijos y así nos levanta y nos llena siempre de nueva dignidad. No olvidemos que la palabra que utilizamos para expresar lo que el Señor nos regala con su amor es ‘gracia’, es el don gratuito del amor de Dios que nos hace partícipes de su vida para hacernos sus hijos, que nos llena de la fuerza del Espíritu, que está con nosotros siempre. Esa gracia, ese regalo del amor de Dios, que nos enseña a vivir nosotros también en gracia, en actitud siempre de gratuidad, de amor generoso para los que nos rodean.

Rescatemos esos dos conceptos, esos valores para nuestra vida: gratuidad y sentido del deber. Son unas relaciones basadas en la justicia y en el amor.

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