Dos valores que se pudieran estar perdiendo: la gratuidad y el sentido del deber
Sab. 2, 23-3, 9; Sal. 33; Lc. 17, 7-10
Algunas veces mirando con ojos observadores lo que
sucede en nuestro entorno, fijándonos en las actitudes de muchas veces o las
razones o motivaciones que manifiestan para hacer las cosas, da la impresión
que de todo lo que hacemos queremos sacar una ganancia extra. Nada se hace
muchas veces gratuito sino que por todo nos mueve un interés de un beneficio
que podamos obtener.
Muchas veces pareciera que lo de la gratuidad haya
desaparecido de nuestro vocabulario o de nuestra manera de actuar, porque
incluso de aquello que tendríamos que hacer por deber y responsabilidad
queremos también obtener un beneficio. Gratuidad y cumplimiento del deber
parecieran cosas olvidadas en muchas ocasiones.
Siempre recuerdo una anécdota que me contaba un
sacerdote; era capellán de un centro sanitario y tenía la costumbre de repartir
unas estampas o tarjetas por navidad o por pascua para felicitar a la gente que
estaba allí hospitalizada; me contaba que en más de una ocasión alguna persona
se la rechazaba porque decía que no tenía dinero suelto para darle algo por
aquella tarjeta, o en otras ocasiones enseguida la persona comenzaba a buscar
en el monedero una monedas para darle algo. No entendían que aquello era una
felicitación y una felicitación es un buen deseo que no hay que corresponder
pagando. No entendían que fuera algo gratuito lo que le estaban dando.
Creo que es algo que nos puede ayudar a reflexionar en
torno a este evangelio que hemos escuchado. Jesús pone el ejemplo de la persona
que está al servicio de aquel señor y que cuando termina de realizar sus
servicios, sus trabajos sencillamente dice: ‘Somos
unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer’.
Es el cumplimiento de unas responsabilidades o deberes
de lo que simplemente hemos de sentir la satisfacción del deber cumplido y nos
buscar interesadamente que por aquello que es nuestra obligación tengamos que
tener un beneficio extra. Parece que siempre estuviéramos con la mano tendida
para alcanzar algo. No quita, por supuesto, la necesaria gratitud de quien ha
recibido ese servicio, por ejemplo en razón de la función pública que aquel
servidor realiza. Pero ya sabemos a donde nos está conduciendo este mundo de
corrupción en el que vivimos. Cuántas cosas oímos continuamente en este
sentido. Siempre hay que dar algo extra para conseguir lo que quizá por derecho
nos corresponde.
Y está por otra parte la satisfacción de aquel que es
generoso y servicial y está siempre dispuesto a ayudar, a prestar un servicio,
a tender una mano con total generosidad y altruismo. Es la gratuidad de la que
antes hablábamos, porque lo que motiva esos servicios que podamos prestar a los
demás es el amor, el amor que contemplamos resplandecer en Jesús por nosotros.
¿Cómo es ese amor que Dios nos tienes? El amor de Dios
es siempre un amor gratuito. Nos ama porque nos lleva en su corazón desde antes
de la creación del mundo, desde toda la eternidad. Nos ama porque quiere
considerarnos sus hijos y así nos levanta y nos llena siempre de nueva
dignidad. No olvidemos que la palabra que utilizamos para expresar lo que el
Señor nos regala con su amor es ‘gracia’, es el don gratuito del amor de Dios
que nos hace partícipes de su vida para hacernos sus hijos, que nos llena de la
fuerza del Espíritu, que está con nosotros siempre. Esa gracia, ese regalo del
amor de Dios, que nos enseña a vivir nosotros también en gracia, en actitud
siempre de gratuidad, de amor generoso para los que nos rodean.
Rescatemos esos dos conceptos, esos valores para
nuestra vida: gratuidad y sentido del deber. Son unas relaciones basadas en la
justicia y en el amor.
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