Nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, estamos llamados a la resurrección y la vida
2Mac. 7, 1-2.9-14; Sal. 16; 2Tes. 2, 16-3, 5; Lc. 20, 27-38
‘Que Jesucristo,
nuestro Señor, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado tanto y nos ha regalado
un consuelo permanente y una gran esperanza, os consuele internamente y os dé
fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas’.
Es casi como un saludo, en el estilo de san Pablo en
sus cartas; es un deseo profundo que nos llena de consuelo y de esperanza
cuando nos sabemos así amados de Dios; es la constatación de que cuando nos
sentimos consolados en la esperanza muchas pueden ser las cosas que nos sucedan
aunque fueran dolorosas y llenas de muerte, pero nos sentimos seguros en esa fe
que profesamos e impulsados aún con mayor ardor a vivirla con intensidad en
cada momento de nuestra vida.
Es lo que podemos sentir en lo más hondo de nosotros
mismos tras esta Palabra de vida que se nos ha proclamado en este domingo.
Palabra que nos anuncia la vida y la vida para siempre; palabra viva de Dios
que nos hace sentir el consuelo de la esperanza en la resurrección a la que
todos estamos llamados, porque todos estamos llamados a participar para siempre
de la vida de Dios. A eso nos lleva toda la Palabra de Dios que hoy se nos ha
proclamado.
Está por una parte el testimonio de los jóvenes
macabeos de la primera lectura. La esperanza que tienen puesta en Dios que es
el Señor de la vida y que da vida para siempre a los que creen en El les hace
soportar con valentía cualquier tipo de tormento aunque les lleve a la muerte y
al martirio. Se sienten seguros en el Señor. Son hermosas las respuestas que
van dando cada uno de los jóvenes macabeos al verdugo. La fidelidad al Señor
está por encima de todo y están dispuestos a morir, porque ‘el Señor del universo nos resucitará para una vida eterna… vale la
pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará…’
Es una esperanza firme en la resurrección que ya nos
encontramos en el Antiguo Testamento, aunque, como veremos en el evangelio, por
allá andan los saduceos negando la resurrección. Pero en el evangelio
encontramos una confesión así de fe en la resurrección en la respuesta que
Marta le dará a Jesús cuando tras su queja por no haber estado allí en su
enfermedad, Jesús le anuncie que su hermano resucitará. ‘Tu hermano resucitará’, le dice Jesús. A lo que ella replicará: ‘Sé que resucitará en la resurrección del
último día’. Ahí se manifiesta esa convicción de la resurrección.
Pero Jesús quiere hablarle de un sentido más profundo
de resurrección cuando creemos en El. Jesús le dirá: ‘Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya
muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre’.
Entonces Marta hará una profesión de fe mucho más profunda porque pone toda su
fe en Jesús, el que es la resurrección y la vida, el que viene a traernos la
vida y la salvación.
En el evangelio que hoy se nos ha proclamado escuchamos
las pegas de los saduceos a la fe en la resurrección - ya decíamos antes que
negaban la resurrección - partiendo de la ley del levirato en relación a lo que
había de hacerse cuando un hombre moría sin descendencia. Los saduceos
pretenden llevar la casuística hasta el extremo, pero Jesús no quiere entrar en
sus juegos sino dejarnos la afirmación de que, por una parte, la vida eterna no
la podemos contemplar desde medidas y aspectos terrenos - ‘los que sean juzgados dignos de la resurrección de entre los muertos,
no se casarán’, les dice Jesús -, y por otra parte de que ‘Dios es un Dios de vivos y no de muertos;
porque para El todos están vivos’; es el Señor de la vida que quiere vida
para siempre para nosotros, como ya nos expresara en el diálogo previo a la
resurrección de Lázaro, como hemos comentado.
Creemos en Jesús y creemos en su palabra. Y porque a El
le contemplamos resucitado de entre los muertos, sabemos que estamos llamados a
resucitar con El, a vivir su misma vida. ‘Para
eso vivió y murió Cristo, para ser Señor de vivos y muertos’, como diría san
Pablo en otro lugar. Y el Señor de la vida a nosotros nos llama a la vida. ‘Porque, como antes recordamos, el que cree en mí, aunque haya muerto
vivirá’.
Y qué distinta se ve la vida, toda la existencia humana
desde esta perspectiva de la resurrección. Nuestra vida no se queda truncada
con la muerte, porque tenemos esperanza de resurrección y de vida eterna,
estamos llamados a vivir nuestra plenitud total en Dios. Cuando muere una
persona en la flor de la vida, ya sea un joven o una persona adulta pero aún de
pocos años, sentimos pena y lástima porque pensamos que aquella vida con muchas
esperanzas aun de futuro y de una realización de su vida con mayor plenitud se
ha quedado truncada en esas esperanzas y no se ha visto plenamente realizada.
Pero esos son nuestros planes y pensamientos humanos a los que damos quizá unos
horizontes de unos pocos años, pero los planes y los pensamientos de Dios son
distintos.
Esa vida no se ha quedado truncada sino que ha
comenzado precisamente a vivir en una plenitud mayor, una plenitud de
eternidad. Y esa es precisamente la esperanza que tiene que animarnos y que nos
da sentido a lo que hacemos y a lo que vivimos. Desde esa trascendencia de la
vida, desde esa esperanza de plenitud en Dios que es la mayor plenitud que
podemos desear y alcanzar, nuestra vida, nuestras luchas, nuestros sueños y
compromisos, todo lo que vamos realizando aquí tienen otro sentido y otro
valor, que solo en Dios podemos encontrar.
Dios nos ha amado tanto y nos ha regalado el consuelo
de la esperanza, recordábamos al principio en palabras de san Pablo, pues esa
esperanza de vida en plenitud, esa esperanza de resurrección para vida eterna
no nos desentiende de este mundo con sus luchas y trabajos, sino todo lo
contrario; desde ese consuelo y desde esa esperanza, como nos decía el apóstol,
nos sentimos consolados internamente, no sentimos fortalecidos internamente, sentimos la fuerza del Señor para toda clase
de palabras y obras buenas, nos decía; nos sentimos fortalecidos
internamente para trabajar con mayor ahínco por hacer este mundo en el que
vivimos mejor; nos sentimos fortalecidos internamente para ir llenando de amor,
de justicia, de paz, de autenticidad y verdad todo nuestro mundo, cada una de
las cosas que hacemos, y nuestras mutuas relaciones, haciendo así un mundo
mejor con la esperanza de todo eso solo en Dios podremos vivirlo en plenitud
total.
Demos gracias a
Dios por ese amor, por ese consuelo, por esa esperanza. Démosle gracias a Dios
porque en El nuestra vida tiene trascendencia y está llamada a la plenitud, a
la resurrección, a la vida para siempre. Démosle gracias a Dios y sintámonos
confortados interiormente porque en El encontramos un sentido que de otra
manera nuestra vida no podría tener. Démosle gracias a Dios porque sentimos su
fuerza en nosotros para hacer ese mundo nuevo y en el evangelio nos ha dejado
el camino. Que el Espíritu del Señor llene nuestra vida y nos haga vivir para
siempre en la plenitud total de Dios.
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