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domingo, 10 de noviembre de 2013

Nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, estamos llamados a la resurrección y la vida

2Mac. 7, 1-2.9-14; Sal. 16; 2Tes. 2, 16-3, 5; Lc. 20, 27-38
‘Que Jesucristo, nuestro Señor, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, os consuele internamente y os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas’.
Es casi como un saludo, en el estilo de san Pablo en sus cartas; es un deseo profundo que nos llena de consuelo y de esperanza cuando nos sabemos así amados de Dios; es la constatación de que cuando nos sentimos consolados en la esperanza muchas pueden ser las cosas que nos sucedan aunque fueran dolorosas y llenas de muerte, pero nos sentimos seguros en esa fe que profesamos e impulsados aún con mayor ardor a vivirla con intensidad en cada momento de nuestra vida.
Es lo que podemos sentir en lo más hondo de nosotros mismos tras esta Palabra de vida que se nos ha proclamado en este domingo. Palabra que nos anuncia la vida y la vida para siempre; palabra viva de Dios que nos hace sentir el consuelo de la esperanza en la resurrección a la que todos estamos llamados, porque todos estamos llamados a participar para siempre de la vida de Dios. A eso nos lleva toda la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado.
Está por una parte el testimonio de los jóvenes macabeos de la primera lectura. La esperanza que tienen puesta en Dios que es el Señor de la vida y que da vida para siempre a los que creen en El les hace soportar con valentía cualquier tipo de tormento aunque les lleve a la muerte y al martirio. Se sienten seguros en el Señor. Son hermosas las respuestas que van dando cada uno de los jóvenes macabeos al verdugo. La fidelidad al Señor está por encima de todo y están dispuestos a morir, porque ‘el Señor del universo nos resucitará para una vida eterna… vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará…’
Es una esperanza firme en la resurrección que ya nos encontramos en el Antiguo Testamento, aunque, como veremos en el evangelio, por allá andan los saduceos negando la resurrección. Pero en el evangelio encontramos una confesión así de fe en la resurrección en la respuesta que Marta le dará a Jesús cuando tras su queja por no haber estado allí en su enfermedad, Jesús le anuncie que su hermano resucitará. ‘Tu hermano resucitará’, le dice Jesús. A lo que ella replicará: ‘Sé que resucitará en la resurrección del último día’. Ahí se manifiesta esa convicción de la resurrección.
Pero Jesús quiere hablarle de un sentido más profundo de resurrección cuando creemos en El. Jesús le dirá: ‘Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre’. Entonces Marta hará una profesión de fe mucho más profunda porque pone toda su fe en Jesús, el que es la resurrección y la vida, el que viene a traernos la vida y la salvación.
En el evangelio que hoy se nos ha proclamado escuchamos las pegas de los saduceos a la fe en la resurrección - ya decíamos antes que negaban la resurrección - partiendo de la ley del levirato en relación a lo que había de hacerse cuando un hombre moría sin descendencia. Los saduceos pretenden llevar la casuística hasta el extremo, pero Jesús no quiere entrar en sus juegos sino dejarnos la afirmación de que, por una parte, la vida eterna no la podemos contemplar desde medidas y aspectos terrenos - ‘los que sean juzgados dignos de la resurrección de entre los muertos, no se casarán’, les dice Jesús -, y por otra parte de que ‘Dios es un Dios de vivos y no de muertos; porque para El todos están vivos’; es el Señor de la vida que quiere vida para siempre para nosotros, como ya nos expresara en el diálogo previo a la resurrección de Lázaro, como hemos comentado.
Creemos en Jesús y creemos en su palabra. Y porque a El le contemplamos resucitado de entre los muertos, sabemos que estamos llamados a resucitar con El, a vivir su misma vida. ‘Para eso vivió y murió Cristo, para ser Señor de vivos y muertos’, como diría san Pablo en otro lugar. Y el Señor de la vida a nosotros nos llama a la vida. ‘Porque, como antes recordamos, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá’.
Y qué distinta se ve la vida, toda la existencia humana desde esta perspectiva de la resurrección. Nuestra vida no se queda truncada con la muerte, porque tenemos esperanza de resurrección y de vida eterna, estamos llamados a vivir nuestra plenitud total en Dios. Cuando muere una persona en la flor de la vida, ya sea un joven o una persona adulta pero aún de pocos años, sentimos pena y lástima porque pensamos que aquella vida con muchas esperanzas aun de futuro y de una realización de su vida con mayor plenitud se ha quedado truncada en esas esperanzas y no se ha visto plenamente realizada. Pero esos son nuestros planes y pensamientos humanos a los que damos quizá unos horizontes de unos pocos años, pero los planes y los pensamientos de Dios son distintos.
Esa vida no se ha quedado truncada sino que ha comenzado precisamente a vivir en una plenitud mayor, una plenitud de eternidad. Y esa es precisamente la esperanza que tiene que animarnos y que nos da sentido a lo que hacemos y a lo que vivimos. Desde esa trascendencia de la vida, desde esa esperanza de plenitud en Dios que es la mayor plenitud que podemos desear y alcanzar, nuestra vida, nuestras luchas, nuestros sueños y compromisos, todo lo que vamos realizando aquí tienen otro sentido y otro valor, que solo en Dios podemos encontrar.
Dios nos ha amado tanto y nos ha regalado el consuelo de la esperanza, recordábamos al principio en palabras de san Pablo, pues esa esperanza de vida en plenitud, esa esperanza de resurrección para vida eterna no nos desentiende de este mundo con sus luchas y trabajos, sino todo lo contrario; desde ese consuelo y desde esa esperanza, como nos decía el apóstol, nos sentimos consolados internamente, no sentimos fortalecidos internamente, sentimos la fuerza del Señor para toda clase de palabras y obras buenas, nos decía; nos sentimos fortalecidos internamente para trabajar con mayor ahínco por hacer este mundo en el que vivimos mejor; nos sentimos fortalecidos internamente para ir llenando de amor, de justicia, de paz, de autenticidad y verdad todo nuestro mundo, cada una de las cosas que hacemos, y nuestras mutuas relaciones, haciendo así un mundo mejor con la esperanza de todo eso solo en Dios podremos vivirlo en plenitud total.
 Demos gracias a Dios por ese amor, por ese consuelo, por esa esperanza. Démosle gracias a Dios porque en El nuestra vida tiene trascendencia y está llamada a la plenitud, a la resurrección, a la vida para siempre. Démosle gracias a Dios y sintámonos confortados interiormente porque en El encontramos un sentido que de otra manera nuestra vida no podría tener. Démosle gracias a Dios porque sentimos su fuerza en nosotros para hacer ese mundo nuevo y en el evangelio nos ha dejado el camino. Que el Espíritu del Señor llene nuestra vida y nos haga vivir para siempre en la plenitud total de Dios.

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