Sepamos hacer ese silencio interior, encontrar esa serenidad espiritual para llenarnos de su paz, para escuchar a Dios en nuestro corazón y crecer en nuestra espiritualidad
1Corintios 6, 1-11; Sal 149; Lucas 6, 12-19
Había pasado la noche orando a solas en la montaña. Soledad, silencio,
encuentro con el Padre. Era consciente de la misión que había recibido del
Padre y a El estaba unido. Más tarde nos dirá que El no hace sino las obras del
Padre y el que le ve a El ve al Padre. Hoy le contemplamos en esos momentos
intensos de unión con Dios.
Ahora el evangelio nos habla de la elección de los doce apóstoles,
pero también del cumplimiento de su misión. En torno a El se congregan gentes
venidas de todos los lugares porque quieren escucharle y se sienten transformados
por la presencia y la palabra de Jesús. Nos dice que venían con sus dolencias,
con sus enfermedades, con todo lo sufrían en su espíritu y en sus cuerpos
doloridos y cansados. En Jesús por su palabra se sienten transformados. Son los
signos del Reino de Dios que se va manifestando.
Pero es importante ese primer momento que nos ha hablado de su soledad
en la montaña, de su silencio, de su momento intenso de oración. Creo que es
algo en lo que hemos de detérgenos a considerar.
Humanamente cuando queremos emprender una tarea nos lo pensamos bien.
No es aquello de simplemente obrar por impulsos de un momento, a lo que salga, sino
que de una forma madura hemos de plantearnos las cosas de la vida. Y para eso
necesitamos tiempo de reflexión, tiempo si queremos llamarlo así de silencio
interior donde nos planteemos las cosas y las rumiemos bien antes de comenzar.
Analizamos posibilidades, analizamos nuestra capacidad, analizamos los medios
con los que contamos, tratamos de discernir la conveniencia o no de aquello que
vamos a emprender.
Eso que realizamos como de una forma natural en cualquiera de nuestras
actividades humanas, luego quizá en el camino de nuestra vida cristiana parece
que no le damos tanta importancia. Así nos encontramos tantas veces desmotivados
en nuestros compromisos por la comunidad o con la comunidad, con tanta tibieza
en nuestra vida espiritual, dejándonos arrastrar por una rutina donde no nos
vemos crecer en nuestra espiritualidad, envueltos en nuestras debilidades y
torpezas de las que no sabemos cómo salir.
¿Dónde están esos momentos o esos tiempos de silencio interior? ¿Dónde
está la intensidad de nuestra oración, de nuestra reflexión, de nuestra escucha
interior de la Palabra de Dios para rumiarla, para hacerla vida nuestra?
Decimos que rezamos pero nuestra oración no es intensa; nos contentamos con
unas prácticas religiosas muchas veces vividas rutinariamente sin darle una
verdadera profundidad espiritual a nuestra vida; rezamos pero no terminamos de
sintonizar verdaderamente con Dios en nuestro corazón.
No podemos vivir tan superficialmente en lo espiritual. Agobiados por
las carreras de la vida de la misma manera queremos vivir esos momentos de oración
que tenemos cada día, pero al encuentro con Dios no podemos ir con prisas.
Hemos de saber reposar en Dios, detenernos lo suficiente para sentir, vivir y
gustar de su presencia y de su amor. Hemos de saber hacer ese silencio para que
podamos escuchar el susurro de su Palabra en nuestro corazón porque aturdidos
por tantos ruidos de la vida no llegará entonces su Palabra hasta nosotros.
Sepamos hacer ese silencio, encontrar esa serenidad interior para
llenarnos de su paz, para escucharle en nuestro corazón y crecer en nuestra
espiritualidad. Así surgirá todo el compromiso de nuestra vida cristiana.
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