Y
Dios cuenta así con nosotros, con esas limitaciones pero también con esa
riqueza de nuestra personalidad, y responde a nuestras dudas e interrogantes
1Corintios 15, 1-8; Sal 18; Juan 14, 6-14
¿Por qué la
gente se aferra tanto a una cosa de manera que por mucho que le expliquen no
entra en razón y sigue fijo en su pensamiento anterior? La mente del ser humano
no es un simple aparato al que en un momento determinado le dan a un botón, le
dan a una tecla, introducen un chip e inmediatamente comienza a actuar de otra
manera. Algunas veces queremos comparar nuestra cabeza, nuestra mente con un
ordenador en el podamos enchufar un USB y ya automáticamente comienza a actuar
de otra manera. Está nuestra libertad, está nuestra capacidad de pensar y de
razonar, están nuestras decisiones para aceptar una cosa u otra, no somos una
simple máquina, aunque a algunos parece que les gustaría.
¿Por qué no
cambiamos cuando sabemos que una cosa no es buena y que actuando de otra manera
sería mejor? Porque ahí está toda esa armazón de la mente humana, de nuestros
sentimientos o de nuestros apegos, de nuestras maneras de ver las cosas o de
las cosas a las que nos sentimos atados, y todo tendrá que ser un proceso donde
vaya actuando la persona con su libertad, con sus decisiones, con sus errores
también. No somos unos autómatas.
Y Dios cuenta
así con nosotros, con esas limitaciones pero también con esa riqueza de nuestra
personalidad. Es la paciencia que contemplamos en Jesús con sus discípulos.
Estaban siempre con El, a El le escuchaban enseñanzas que quizás otros no
oyeran, porque a ellos de manera especial les explicaba, estaba esa presencia
cautivadora de Jesús, pero allí seguían ellos con sus dudas, con sus preguntas,
con sus pasos adelante y atrás sin saber muchas veces a qué atenerse, con sus
miedos e interrogantes.
Era algo
nuevo lo que Jesús les estaba trasmitiendo y de lo que ellos poco a poco se
irían impregnando pero hay momentos que no entienden, hay momentos en que
parece que vuelven para detrás. Jesús ha venido a ser el rostro del Padre,
porque su cercanía y su misericordia, su compasión con los pecadores y el amor
que a todos mostraba era una forma de acercarnos a Dios, era una forma de que conociéndole
a El conocieran a Dios. Pero pesaban muchas cosas en aquellos discípulos. Era
una buena nueva, era una nueva noticia, era algo nuevo y distinto lo que Jesús
les estaba mostrando de Dios, y a ellos les cuesta entender, les cuesta
aceptar, y siguen con sus titubeos.
Jesús les
está hablando de que es el Camino y la Verdad y la Vida y que para ir al Padre
tienen que ir por El, pero surge la pregunta que parece que después de tanto
Jesús hablarles y enseñarles puede parecer imposible. ‘Señor, muéstranos al
Padre, y nos basta’, que le dice Felipe. No se han enterado. No han sido
capaces aun de ver el rostro del Padre en
Jesús.
‘Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe?
Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No
crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo
por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras,
Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras’.
Vemos a
Jesús y estamos viendo a Dios; vemos a Jesús y contemplamos su amor y su misericordia.
Si alguna vez Jesús nos ha dicho que seamos compasivos y misericordiosos como
el Padre es misericordioso, es que eso lo hemos aprendido con Jesús, lo hemos
aprendido contemplando a Jesús. El que se acerca a los pecadores, el que se
detiene al pie de la higuera de Jericó para que baje Zaqueo que Jesús quiere
hospedarse en su casa; el que va en busca del que nadie quiere ni atiende en la
piscina para devolverse el movimientos de sus miembros tullidos; el que se deja
besar y abrazar por aquella mujer que es una pecadora, pero que ahora está
demostrando mucho amor; el que se detiene para contemplar a Pedro después de la
negación y que luego solo le preguntará por su amor… y así podríamos seguir
recordando textos del evangelio en que estamos contemplando el amor que Dios
nos tiene y que se manifiesta en los gestos de Jesús. ‘El que me ve a mi, ve
al Padre’, que le dirá Jesús a Felipe.
Pero
quizás ahora nos quede una pregunta que hacernos. ¿Qué imagen estamos dando
nosotros de ese Dios en quien decimos que creemos? ¿Quiénes nos contemplan
estarán viendo el rostro amoroso del Padre? Nos cuesta dar esos pasos en nuestra
vida, pesan muchas cosas en nosotros que no somos unos autómatas, pero vayamos dándolos
porque nos dejamos conducir por el Espíritu de Jesús.
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