Hechos, 2, 36-41;
Sal. 32;
Jn. 20, 11-18
El episodio que escuchamos hoy en el evangelio de Juan es continuación literal del escuchado el pasado domingo. María Magdalena se había encontrado el sepulcro vacío, había corrido a contarlo a los discípulos que habían venido a comprobarlo, pero como se nos decía entonces, al ver las vendas por el suelo y el sudario doblado en sitio aparte, habían creído. Como nos decía el evangelista ‘hasta entonces no habían entendido lo que decían las Escrituras que había de resucitar de entre los muertos’.
Pedro y Juan marchan, pero María Magdalena se queda llorosa a la entrada del sepulcro. Insiste, podiamos decir, en su angustia, de manera que no reconoce a Jesús que llega junto a ella. Las lágrimas enturbiaban sus ojos, pero no sólo sus ojos sino su espíritu. Nos pasa muchas veces que nos encerramos en nuestro dolor y no somos capaces de ver nada más. Nos encerramos en nuestro dolor y todo se nos vuelve oscuro.
De tantas maneras nos sucede eso en la vida. Los problemas, la enfermedad, las limitaciones, los contratiempos que nos van apareciendo todo se nos vuelve un mundo oscuro que cae sobre nosotros y hasta nos parece que nosotros somos los únicos que tenemos esos problemas y que nadie sufre tanto como nosotros. Y cuando estamos así nos hundimos y no encontramos un resquicio de luz, de claridad. Y hasta aquellas cosas buenas que en otro momento nos habían servido para alentarnos en nuestros trabajos o luchas o que incluso nos pudieron servir para nosotros ayudar a los demás, ahora parece que no nos valen para nosotros.
¿Cómo es que María Magdalena no reconoció a Jesús? Si, podíamos decir, que hasta por el olor podría reconocerlo. Ella que tanto lo amaba, que había llorado a sus pies sus pecados de los que el Señor le había liberado por su amor; ella que en su fidelidad lo había seguido incluso hasta el pie de la cruz. Pero la cruz le había vuelto la vida quizá oscura y por eso sus ojos ahora estaban nublados.
‘Mujer, ¿Por qué lloras? ¿a quién buscas?’, si el que estás buscando está aquí a tu lado y te viene a traer la luz. Abre los ojos. Pero ella seguía encerrada en su dolor y en su deseo de encontrar a Jesús de manera que ahora no era ni capaz de verlo. Lo toma por el hortelano. ‘Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré’.
Jesús la llama por su nombre. ‘¡María!’, le dice. Será entonces cuando sus ojos se abrirán y lo reconoce. Se tira a sus pies. Ha encontrado la luz. ¡Cómo sería la forma de llamarla Jesús! ¡Cómo sonaría en su corazón!
Escuchemos cómo el Señor nos llama también por nuestro nombre. Dejemos que su voz llegue a nuestro corazón también. Una voz llena de amor. Una voz que nos llena de paz. Una voz que será siempre una invitación a ver la luz porque nos encontramos con la misericordia del Señor. Si escuchamos su voz también se nos disiparán muchas oscuridades y tinieblas, aprenderemos a salirnos más de nosotros mismos para saber encontrarnos mejor con los demás.
Es que además, como hemos ido viendo continuamente en el evangelio y vemos también que es como el mandato de Cristo resucitado, desde Jesús siempre tenemos que ir a los demás. Vemos cómo Jesús le dice a Magdalena que vaya a llevarle ese anuncio a los hermanos, al resto de los discípulos. ‘Y María Magdalena fue y anunció a los discípulos: He visto al Señor y ha dicho esto’. Es el anuncio que hemos de hacer también. Hemos visto al Señor. Que esa sea la experiencia grande que vivamos en estos días de Pascua.
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