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viernes, 29 de abril de 2011

Los ojos del amor podrán descubrir al Señor en la orilla de nuestro mar


Hechos, 4, 1-12; Sal. 117; Jn. 21, 1-14

‘Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades’. Esta vez están en Galilea. En las apariciones de Jesús resucitado en el evangelio de san Mateo siempre encomienda a los discípulos que vayan a Galilea; ‘allí me verán’, así les dice primero el ángel a las mujeres que fueron de mañana al sepulcro y luego Jesús mismo cuando les sale al encuentro.

Están en Galilea, junto al lago, y deciden ir a pescar. ‘Simón Pedro les dice: Me voy a pescar’, y el resto de discípulos que están con él le acompañan. ¿Una vuelta al trabajo que un día habían dejado por seguir a Jesús? ¿Podría indicar eso algo?

‘Salieron y se embarcaron y aquella noche no cogieron nada’. Como en aquella otra ocasión antes de la llamada de Jesús que habían estado toda la noche bregando y no cogieron nada. Este episodio nos recuerda el narrado por san Lucas. Entonces fue el principio de una confianza total en Jesús como dejarlo todo y seguirle; ahora puede servir para un nuevo encuentro con Jesús y que en lo que sucederá a continuación ayudará a mostrar el amor que sienten por Jesús y cómo Jesús sigue confiando en ellos para la misión que les va a encomendar. Pero necesitarán un descubrimiento de Jesús resucitado.

En la noche no cogieron nada pero al amanecer Jesús está en la orilla aunque, siendo apenas cien metros la distancia que media entre ellos, no le reconocen. Una voz que les pregunta si tienen pescado - ¿será alguien interesado en la pesca? – y que les señalará por donde han de echar la red. La pesca va a ser grande. Se han fiado de quien está a la orilla, como un día Pedro había confiado en Jesús para en su nombre echar la red aunque en la noche no habían cogido nada.

Pero los ojos del amor descubrirán quién es el que está allá en la orilla. ‘Aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: Es el Señor’. No hace falta más. Tampoco se va a detener en ayudar a sacar la red o arrastrarla hasta la orilla, eso se puede hacer después. Tal como estaba se lanzó al agua para llegar a los pies de Jesús. El amor había dado ojos a uno para reconocerlo y el amor impulsaba al otro a estar pronto con Jesús. ¿Quería Pedro protestar su amor y decírselo pronto, ya que antes le había negado a pesar de que Jesús lo había prevenido? Ya Jesús se lo preguntará después, no para echar en cara, sino para foguear ese amor cada vez más ardiente en su corazón.

Cuando llega Pedro y cuando llegan los restantes discípulos ya se encontrarán las brases encendidas con un pescado puesto encima y pan. Jesús quiere seguir alimentándolos El que se había llamado a sí mismo el Pan de vida eterna; El que en la cena ya les había dado su Cuerpo como comida y su Sangre como bebida. Pareciera que ahora hay una repetición en cierto modo. ‘Jesús se acerca, toma el pan y se los da, y lo mismo el pescado’.

‘Es el Señor’, había dicho Juan; ahora ‘ninguno se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor’, comenta el evangelista.

Es el Señor que viene también a nuestro encuentro en nuestras noches oscuras, o en nuestros momentos de decaimiento o desánimo; es el Señor que viene a nosotros cuando nos puede faltar el ánimo o la fe y sentimos la tentación de dejarlo todo para volver a lo de antes; es el Señor que viene a nosotros y nos está diciendo por donde tiene que ir nuestra vida, por donde echar las redes, por donde tenemos que manifestar nuestro compromiso y nuestro amor.

Que se nos abran los ojos; que se despierte el amor en nuestro corazón para que podamos verle, para que podamos correr hasta El y no separarnos nunca de El y de su camino. Que en su nombre echemos la red y sigamos siempre su camino.

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