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miércoles, 27 de abril de 2011

Quédate con nosotros para que no haya nunca más noche en nuestra vida

Hechos, 3, 1-10;

Sal. 104;

Lc. 24, 13-35

‘Quédate con nosotros porque atardece, y el día va de caída’, le dijeron aquellos hospitalarios discípulos de Emaús para que no siguiera adelante. ¿Era sólo porque se hacía de noche, lo caminos podían ser peligrosos y le ofrecían su hospitalidad tan generosa? ¿O era quizá que ellos estaban presintiendo que si Jesús los dejaba y seguía su camino era para ellos para los que se les hacía la noche y todo se les volvía a poner oscuro?

¿No estarían diciéndole en cierto modo quédate con nosotros, no nos dejes porque contigo comprendemos mejor las Escrituras, porque contigo sentimos como arde de amor de una forma distinta nuestro corazón? ¿No le estarían diciendo quédate con nosotros para que no haya nunca más noche y oscuridad en nuestra vida?

¡Qué distintas eran las sensaciones de aquellos dos discípulos caminantes antes y después del encuentro con Jesús! ‘¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?’ y dice el evangelista que ‘ellos se detuvieron preocupados’. Iban tristes, discutían una y otra vez todo lo que había sucedido en aquellos días, no terminaban de creer que podía haber resucitado a pesar de que las mujeres y algunos de los discípulos habían ido al sepulcro y lo habían encontrado vacío.

Pero desde que Jesús está con ellos, aunque sus ojos seguían velados y no lo reconocían, comenzaron a sentir dentro de ellos algo distinto. Comenzaron a entender las Escrituras que Jesús les estaba explicando. Luego dirían ‘¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?’

Sentados a la mesa lo reconocerían en la fracción del pan. ‘Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A Ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron’. Aunque ahora desapareció y ya no estaba, pero todo había cambiado. Aquellos que antes estaban preocupados y muy encerrados quizá en si mismos, ahora con la presencia de Jesús se llenaron de alegría y todo comenzaba a ser distinto. Se les habían abierto los ojos y descubrieron la presencia de Jesús. Serán ellos ahora los que corran de nuevo a Jerusalén, aunque sea de noche ya no temen hacer el camino, para anunciar a todos lo que había sucedido.

Allí se encontrarían que ellos estaban experimentando la misma alegría. ‘Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan’.

Muchas cosas podemos considerar a partir de este texto tan hermoso. Necesitamos, diría en primer lugar, dejarnos encontrar por Jesús. El viene a nuestro encuentro; muchas veces andamos preocupados por nuestras cosas y podemos tener el peligro de no darnos cuenta de su presencia junto a nosotros. El también nos va hablando muchas veces ahí en nuestro corazón. La fuerza de su Espíritu nos ayuda a comprender también las Escrituras, a comprender todo lo que es el Misterio de Dios que se nos manifiesta.

Un camino también para reconocer a Jesús, para saber descubrirle, verle y sentirle, es abrirnos a la hospitalidad; ser capaces de abrirnos a los otros, abrirnos al amor. Aquellos discípulos estaban cumpliendo con la ley de la hospitalidad que podemos decir estaban ya cumpliendo con el mandamiento del amor que Jesús les había enseñado, y comenzaron por acoger a aquel peregrino o caminante para ellos hasta entonces desconocido. Y se encontraron con Jesús. Cuando sepamos acoger a los otros, sea quien sea, sabemos que vamos a acoger a Jesús, lo que le hagamos a los otros es a Jesús a quien se lo estamos haciendo. ‘Era peregrino y me acogísteis’.

Y lo reconocieron al partir el pan, como tenemos nosotros que reconocerlo ahora presente entre nosotros al partir el pan, al celebrar la Fracción del Pan, al celebrar la Eucaristía. Aquí está también con nosotros Jesús. Pongamos toda nuestra fe en El y alimentemos nuestra fe y nuestra vida con su gracia, con el Pan de Vida que quiere darnos, con la Eucaristía de su Cuerpo y Sangre verdadero con que quiere alimentarnos.

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