Los que seguimos a Jesús hemos de expresar con nuestra rectitud y con nuestro amor la congruencia entre nuestra fe y las obras de nuestra vida
1Tesalonicenses 5, 1-6. 9-11; Sal 26;
Lucas 4, 31-37
Cuando vemos a una persona convencida de verdad de lo que habla, que
se cree realmente lo que está diciendo, porque además es que lo que nos dice lo
vemos reflejado en su vida, sentimos admiración por esa persona; podremos estar
de acuerdo o no con lo que nos dice, pero admiramos su honradez, su rectitud,
la congruencia entre sus palabras y su vida.
Ojalá siempre en la vida fuéramos así de congruentes, porque significa
como en el fondo buscamos una rectitud para nuestras vidas. Eso significa
también cómo tenemos que aprender a aceptarnos y respetarnos, porque siempre
hay algo bueno que podemos aprender, que nos puede servir de base para esa
colaboración en la tarea de hacer que nuestro mundo sea mejor. Muchas veces nos
encerramos demasiado en nuestras ideas y pensamientos como si fuéramos los
poseedores de una absoluta verdad.
Hemos de saber ser abiertos de espíritu para descubrir toda belleza,
toda bondad, todo lo bueno y justo que podamos encontrar en los demás. Hemos de
saber estar abiertos a una sabiduría superior que levante nuestro espíritu, amplíe
nuestros horizontes, nos descubra nuevos caminos; es la forma cómo nos abrimos también
a la buena nueva de Jesús, sabiendo admirarnos de su bondad y de su rectitud, dejándonos
empapar por su sabiduría para descubrir esos nuevos horizontes que nos llenan
de una nueva trascendencia, poniendo metas altas y grandes en nuestro corazón.
La gente, nos dice el evangelio, estaba admirada ante Jesús, ante sus
palabras pero también ante su vida, ante sus hechos, sus gestos, sus signos. La
admiración nos pone en camino de poder llegar a cosas nuevas, a nuevos
planteamientos, a nuevas actitudes y posturas. Cuando ya no somos capaces de
admirarnos por nada, parece como si envejeciéramos porque damos la impresión
que venimos de vuelta de todo porque nos creemos que lo hemos visto todo y nada
nuevo podemos encontrar.
La gente estaba admiraba porque les hablaba con autoridad; les hablaba
de un mundo nuevo en el que se verían liberados de todo mal y esclavitud, y ahí
estaban las señales que mostraba y los signos que realizaba. Había hablado en
la sinagoga de Nazaret con las palabras del profeta de cómo los oprimidos se verían
liberados en una nueva libertad, y ahora está realizando el signo, libera del
mal aquel hombre poseído por un espíritu maligno.
El evangelio habla de endemoniados según el lenguaje y la manera de
entender de las gentes de aquella época, pero está queriendo significarnos como
muchas veces nosotros hemos dejado llenar nuestro corazón de mal, de odio, de
malicia, de malquerencia hacia los otros, de envidias, recelos y desconfianzas.
Cómo nuestra vida se entenebrece cuando dejamos que mal ocupe nuestro corazón.
Jesús quiere liberarnos de todo eso, quiere darnos la verdadera paz, porque
comencemos a llenar nuestro corazón de amor, de apertura a los otros y de
cercanía con todos.
Es el milagro que día a día quiere realizar en nosotros, pero hemos de
dejarnos transformar por Jesús. Quienes nos decimos creyentes en Jesús no lo
podemos decir solo de palabra sino que tenemos que manifestarlo en esa vida
llena de rectitud y de amor; es la congruencia que tiene que haber en nosotros
con la que en verdad podemos convencer a los demás de que se puede hacer un
mundo nuevo y mejor.
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