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sábado, 23 de julio de 2011

El amor nos hace entrar en comunión con Dios que nos lleva a la comunión con los hermanos

Santa Brígida de Suecia

Gál. 2, 19-20;

Sal. 33;

Jn. 15, 1-8

Los que se aman su gran deseo es estar juntos, estar unidos. Los amigos se buscan para estar juntos y compartir su amistad; los enamorados buscan allí donde puedan estar muy unidos a la persona que quieren; y asi podríamos mencionar muchas situaciones de la vida donde el amor y la amistad llevan al encuentro, a la unión, a la comunión en muchas cosas, pero sobre todo a esa comunión grande que nace del amor.

Así, podemos decir, es también nuestra relación con Dios. No creemos en un Dios del temor, sino del amor, porque así además El ha querido revelársenos. Es además la gran manifestación, la gran revelación que Jesús nos hace en el Evangelio, siendo El mismo el rostro de ese amor de Dios. Cuando creemos en El, descubriendo cuánto es el amor que El nos tiene, sentimos nosotros también ese deseo de vivir unidos a El porque le amamos. Pero es que además Dios nos busca a nosotros, ofreciéndonos continuamente su amor y queriendo que vivamos en profunda comunión con El.

Pero algo maravilloso es que cuando entramos en esa comunión de amor con Dios necesariamente entramos también en una nueva comunión de amor con los demás, con los que nos rodean; cuando no hemos llegado a eso es porque aún nuestro amor y comunión con Dios no es todo lo intenso y lo puro que tendría que ser y nos ha faltado el descubrir esa faceta de unión y comunión con los hermanos.

Hoy Jesús en el evangelio nos habla de esto con las imágenes de la vid y los sarmientos. ‘Yo soy la vid verdadera, mi Padre es el viñador… yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece unido a mí como yo estoy unido a él, produce mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada…’

Necesitamos estar unidos a Dios, necesitamos estar unidos a Jesús. Y esa unión será tan profunda que podemos llegar a lo que nos dice hoy san Pablo. Todo para él es vivir en Dios de manera que podrá llegar a decir que vive ‘crucificado en Cristo, y ya no vivo yo sino que es Cristo quien vive en mí’. Qué profundidad de vida, qué intensidad de unión con Cristo para sentirse crucificado con El y llegar a decir que ya no importa si vida sino la de Cristo, porque es Cristo quien vive en El. Hermosa meta, alto ideal al que hemos de aspirar. Es el camino de la santidad.

Así tiene que crecer nuestro amor más y más para que entremos en esa comunión produnda con Dios y se produzcan los frutos de santidad que hemos de dar. Frutos que se van a manifestar también en esa unión y comunión que vivimos con los demás.

Esto los santos lo vivían con toda intensidad. Llegaban a esa unión profunda, mística con Dios, pero que nunca les apartaba de los demás. Por eso vemos que siempre los santos respolandecen por su amor, por su entrega, por cuánto hacen de una forma o de otra por los demás.

Aunque vivieran incluso apartados del mundo, no vivian ajenos al mundo que les rodea. Algunas piensan que los que se consagran a Dios en la vida religiosa o la vida monástica lo hacen para alejarse del mundo y desentenderse de él, pero no es así. Se consagran a Dios y vivirán en esa vida de silencio y contemplación pero siempre estan muy unidos a sus hermanos los hombres que seguimos caminando por el mundo en los problemas de cada día, y nuestros problemas son también sus problemas, y nuestras necesidades o preocupaciones son también sus preocupaciones; ahí están con sus oraciones como palanca ante el Señor para alcanzarnos la gracia que necesitamos para nuestro caminar.

Hoy precisamente celebramos una santa que replandecía por esa unión mistica con el Señor y por su amor a los hermanos. Santa Brígida de Suecia, casada y luego viuda, viviendo en palacios e incluso en la corte, y luego pobremente en un monasterio, peregrina por los caminos de Europa, llegó desde Compostela hasta tierra Santa y establecida por mucho tiempo en Roma, nunca fue ajena a los problemas de su tiempo. Para todos tenía una palabra sabia, para papas y reyes, para sacerdotes y para el pueblo fiel; a todos amonestaba en el nombre del Señor invitando a la conversión y a la renovación de la vida. Su vida ya no era su vida, sino unida al Señor vivía en Dios, pero vivía dispuesta siempre a servir a sus hermanos, los hombres y mujeres de su tiempo, en unas épocas muy convulsas tanto para la Iglesia como para Europa. Es por eso por lo que Juan Pablo II la nombró también patrona de Europa.

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