1Rey. 3, 5.7-12;
Sal. 118;
Rm. 8, 28-30;
Mt. 13, 44-52
Hay cosas y acontecimientos que suceden en la vida y en la historia que dejan una huella, que se convierten en trascendentes incluso para la vida o para la historia de la humanidad. Un hecho especial que nos sucede en la vida, un descubrimiento científico, un hecho que pudiérmos considerar histórico para la humanidad, y así muchas cosas en todos los órdenes que nos producen un impacto grande y que pueden marcar y cambiar la vida. A partir quizá de ese momento, de ese descubrimiento o de ese acontecimiento ya las cosas no son igual.
Hoy Jesús en las parábolas escuchadas nos está diciendo que eso tiene que ser para nosotros el Reino de Dios, el evangelio, la propia presencia de Jesús en medio nuestro. Es el tesoro escondido y encontrado, es la perla más preciosa por lo que hemos de saber dejarlo todo. Parábolas las hoy escuchadas que nos pueden parecer pequeñas y hasta insignificantes pero que tienen, creo, un mensaje muy profundo e importante. Nos está hablando Jesús de la radicalidad con que hemos de hacer opción por El, por el Reino de Dios, por la Buena Noticia que nos anuncia. Tanto, como para venderlo todo para conseguir ese tesoro; tanto, como para darle totalmente la vuelta a la vida para vivir ese Reino de Dios que Jesús nos anuncia.
Nos sucede sin embargo a los cristianos que tenemos el tesoro y no sabemos valorarlo. Nos hemos acostumbrado – mala costumbre, tendríamos que decir - a eso de que somos cristianos desde siempre porque desde pequeño nos bautizaron y todo esto lo escuchamos una y otra vez que luego ya el evangelio no significa novedad para nosotros; no nos sentimos sorprendidos por el mensaje del Evangelio.
Cuando nos cuentan quizá que una persona que nosotros conocíamos de siempre ha cambiado su vida porque en el evangelio ha encontrado una nueva luz para su existencia y que ahora está queriendo vivir con una mayor intensidad y hasta radicalidad lo que le pide el Señor, quizá nos miramos extrañados preguntándonos qué es lo que le habrá pasado a esa persona para ese cambio. Pues sencillamente eso, que se ha encontrado con la perla preciosa, con el tesoro escondido del Evangelio que ha tenido siempre delante de sus ojos, como lo tenemos nosotros, pero que hasta entonces no le había hecho caso y ahora sí lo ha descubierto.
En otros momentos del evangelio escuchamos mensajes en este sentido a los que muchas veces no le damos toda la importancia y la profundidad que tienen. Por ejemplo, cuando Jesús comienza a hacer el anuncio del evangelio habla de conversión. Nos hemos acostumbrado a esa palabra y quizá la recordamos un poco más en el tiempo de la cuaresma. Pero es que Jesús nos está diciendo que creer en esa Buena Noticia del Reino que nos anuncia, significa darle una vuelta total, radical a nuestra vida. No es decir creo en el Reino de Dios y las cosas siguen igual, mi vida sigue igual.
Cuando vemos, por ejemplo, que a aquel joven que le pregunta qué es lo que tiene que hacer para heredar la vida eterna – una referencia al reino de Dios – Jesús le pide que venda todo lo que tiene para que tenga un tesoro en el cielo y le siga. Es serio lo que Jesús le está planteando. Nos quedamos tan tranquilos pensando, bueno, era rico y no fue capaz de desprenderse de sus riquezas. Pero es que ahí se está manifestando lo que hoy nos enseña la parábola. Aquel agricultor o aquel comerciante lo vendieron todo con tal de adquirir aquel tesoro o aquella perla preciosa y valiosa; tan importante era para ellos el tesoro o la perla encontrada.
Para poseer, para vivir el tesoro del Evangelio, la perla preciosa del Reino de Dios que Jesús nos anuncia, significa dar esa vuelta profunda a nuestra vida. Son nuevos valores, es nueva forma de vivir, son actitudes nuevas, es una nueva forma de pensar y de actuar. Es más, encontrarme con el tesoro del Reino es encontrarme con Jesús. Ese es el verdadero tesoro de nuestra vida. Y ese encuentro sí que es algo trascendental para mi vida y que tiene que transformar toda mi existencia. Mucho más que cualquier acontecimiento histórico o cualquier descubrimiento maravilloso que se haya podido hacer en beneficio de la humanidad.
Encontrarme con Cristo y decir que soy cristiano no es simplemente vivir como siempre he vivido o como vive cualquiera a nuestro alrededor. Es una nueva vida, un nuevo vivir, porque es vivir con la vida de Cristo, en vivir a Cristo. Aquello que dice san Pablo y que hemos escuchado más de una vez, ‘he crucificado mi vida con Cristo de manera que ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí’.
¿He pensado alguna vez que si en verdad es Cristo quien vive en mi lo que estoy haciendo lo haría de la misma manera? ¿Sería de la misma forma cómo me relacionaria con Dios? ¿Rezaríamos u oraríamos de la misma manera? ¿Sería el mismo trato el que tengo con los demás? ¿Le daríamos el mismo uso a esas cosas que poseemos y por las que tanto nos afanamos? ¿Tendríamos los mismos afanes y agobios con que vivimos hoy?
Muchas preguntas tendríamos que hacernos porque nuestra relación con la sociedad en la que vivimos y el compromiso con nuestro mundo seguro que sería otro. Ese tesoro del Reino de Dios que encontráramos seguro que nos pondría en un camino de mayor solidaridad, no nos dejaría tan insensibles ante las necesidades o problemas que podamos ver alrededor, nos saldríamos más de nuestras actitudes egoístas donde pensamos más en nosotros mismos que en los otros. Encontrarnos con ese tesoro del Reino de Dios nos va a poner en camino de más amor, de más cercanía a los otros; nos va a impulsar al compartir y al vivir unidos, nos va a motivar para que hagamos un mundo mejor donde todos seamos más felices; nos va a enseñar donde están las cosas verdaderamente importantes.
Las parábolas que hemos venido escuchando en estos domingos anteriores – todas forman parte de este capítulo trece del evangelio de Mateo – creo que nos han venido preparando para que con sinceridad abramos nuestro corazón a la Palabra de Dios, a esa semilla que nos hace encontrarnos de verdad con el Reino de Dios por el que tendríamos que dejarlo todo. Nos han ayudado a preparar la tierra de nuestra vida para hacer que esa semilla dé fruto en nosotros.
En la primera lectura escuchábamos cómo Salomón le pide a Dios no larga vida ni riquezas ni la vida de sus enemigos, sino sabiduría para saber gobernar a aquel pueblo. ¿Qué le pedimos nosotros al Señor? Pidámosle esa Sabiduría del Espíritu que nos ayude a descubrir ese tesoro inmenso que Dios pone en nuestras manos; esa sabiduría y fortaleza para de verdad empeñarnos por el Reino de Dios; esa sabiduría que nos ayude a comprender el misterio de Dios, el misterio de Jesús para convertirlo en el verdadero centro de nuestra vida; sabiduría y fortaleza para dejarlo todo por seguir a Jesús y vivir su evangelio; que nos dé su Espíritu de Sabiduría para saber redescubrir el Evangelio.
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