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sábado, 8 de junio de 2013

Latiendo al ritmo del Corazón de María aprendemos a latir al ritmo del amor de Dios

Judit, 13, 17-20; 15, 9; Sal.: Lc. 1, 46-55; Lc. 11, 27-28
Si ayer contemplábamos el Corazón de Jesús y en él todo el amor infinito de Dios que se derramaba en nuestros corazones con el Espíritu que nos daba, hoy la liturgia nos invita a contemplar el corazón de María, porque en ella podemos contemplar lo que ha de ser el corazón del hombre nuevo nacido de la Alianza nueva y eterna en la sangre derramada de Jesús.
Si el corazón del hijo late al ritmo de los latidos del corazón del madre cuando está en sus entrañas y así fue cuando llevaba a Jesús en su seno, el corazón de María hemos de reconocer que late el ritmo del corazón de Dios para que nosotros sus hijos apegados al corazón de la Madre a través de ella aprendamos a latir en ese latido del amor de Dios.
María fue toda para Dios y nada en ella podía apartarla de ese latir de Dios. En ella se fijó Dios para hacerla su Madre - luego nos la daría a nosotros también como madre en un hermoso regalo añadido de Jesús desde la cruz - y María fue toda inundada del Espíritu divino para hacerla mansión del Verbo de Dios que en sus entrañas se encarnaría y verdadero santuario del Espíritu Santo, como lo hemos expresado en la oración de la liturgia de este día.
No podía ser menos entonces que Dios la hiciese toda pura y la preservase incluso de toda mancha original en virtud de los méritos de su Hijo; por eso la llamamos Inmaculada, inmaculada y purísima desde el primer instante de su concepción, pero fue una santidad y pureza que María supo conservar porque todo su corazón fue siempre para Dios.
Es el corazón limpio y siempre dócil de María, tan dócil, que se consideraba a sí mismo la esclava del Señor dándole en todo momento el sí de la disponibilidad hasta plantar la Palabra de Dios en su corazón cumpliendo con toda fidelidad lo que eran los mandamientos del Señor. ''Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la llevan a la práctica', diría Jesús y es una referencia a María. Cuánto tenemos que aprender de María en esa docilidad y en esa disponibilidad para Dios, cuando nos sentimos tentados tantas veces a hacernos nuestras reservas para nosotros y aunque le queremos dar un sí generoso parece que si quisiéramos dejarnos algo para nosotros.
Docilidad de María que la llevó a ser siempre fiel, de manera que su sí no es el pronto de un momento de fervor sino la expresión de un corazón totalmente entregado para Dios. ‘Dichosa tú que has creído’, le diría su prima Isabel; una fe que envolvía toda su vida para saborear la presencia del Señor en todo momento paladeando, por así decirlo, cada palabra que llegaba a su corazón. Guardaba todo en su corazón. Pensativa, rumiando las palabras del ángel que la confundían en su humildad, se quedó cuando llegó a ella el mensajero de Dios.
Pero habría otros momentos oscuros y de dolor que como espadas traspasaban su alma, su corazón - como le anunciara el anciano Simeón -, pero la fe de María no se veía enturbiada por ninguna duda y siempre sentía en las manos del Señor como su humilde esclava tal como se había proclamado. Con corazón firme y dispuesto, lleno de la fortaleza del Espíritu, estaba María para unirse al sacrificio de su Hijo como la contemplamos en el camino del Calvario y al pie de la Cruz; no faltaba la esperanza en el corazón de María y sería la actitud segura que mantendría en la espera de la resurrección.
La presencia del Espíritu divino que la inundaba ya había realizado en ella la transformación que le hacía tener un corazón nuevo para poder descubrir y gustar la novedad del Reino de Dios. Jesús diría un día que había que nacer de nuevo, por el agua y el Espíritu, para poder ver y vivir el Reino de Dios, pero esa transformación por la gracia del Espíritu que la había envuelto con su presencia ya se había realizado.
De ahí la generosidad de la que rebosaba su corazón para servir y ayudar allí donde se la necesitara o para mostrar ese amor maternal que siempre está atento a las necesidades de sus hijos. Así marchó a la montaña para servir a Isabel, o estaba atenta a lo que podía faltar en las bodas de Caná.
Muchas más cosas podríamos decir del Corazón de María. Es la imagen de la nueva criatura que ha sido redimida; son las actitudes y los sentimientos del hombre nuevo nacido del Evangelio que en ella vemos reflejadas y de ella tenemos que aprender. Sabiamente nos lo resume la liturgia cuando hoy le damos gracia a Dios por María en el prefacio. ‘Porque diste a María un corazón sabio y dócil, dispuesto siempre a agradarte; un corazón nuevo y humilde, para grabar en él la ley de la Nueva Alianza; un corazón sencillo y limpio, que la hizo digna de concebir virginalmente a tu Hijo y la capacitó para contemplarte eternamente; un corazón firme y dispuesto para soportar con fortaleza la espada de dolor y esperar, llena de fe, la resurrección de tu Hijo’.
Le damos gracias a Dios por María; de su corazón queremos aprender para llegar a ser esa criatura nueva del Reino de Dios, ese hombre nuevo del Evangelio. Como aquella mujer anónima del evangelio nosotros queremos decirle también como una alabanza a María ‘dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron’, dichoso el corazón de María a cuyo ritmo latió el de Jesús mientras estaba en las entrañas de su madre. Que María nos alcance la gracia del Señor para que aprendamos a latir como ella al ritmo del amor de Dios.

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