El Corazón de Jesús nos contagia de amor y de deseos de santidad
Ez. 34, 11-16; Sal. 22; Rm. 5, 5-11; Lc. 15, 3-7
Una persona de corazón es una persona profunda y a la
vez cercana; entrañable y comprensiva, capaz de sentir emociones a la vez que
ir al fondo de las cosas y los acontecimientos. Ser una persona de corazón es
ser una persona íntegra y de gran personalidad, que actúa siempre con rectitud,
que no tiene que significar rigidez a ultranza, porque será alguien capaz de
ponerse en el lugar del otro porque su corazón tiene como una capacidad
especial para comprender y para perdonar, para animar y para impulsar a quien
está a su lado a metas grandes. Una persona de corazón enamora, porque queremos
parecernos a ella o queremos estar siempre a su lado porque allí siempre nos
sentiremos bien, aunque al mismo tiempo sintamos en nuestro interior exigencias
grandes que nos estimulan e impulsan hacia arriba.
Hoy hablamos del corazón, pero queremos hablar del
corazón de Cristo. Y en todo esto que hemos venido diciendo refiriéndonos a
personas de corazón nos quedamos cortos cuando queremos referirlo a Cristo.
Todo eso y mucho más podemos encontrar en el corazón de Cristo de manera que
nuestras palabras se quedan cortas y pobres para expresar en toda su hondura lo
que es el corazón de Cristo. Solamente tenemos que vivir su amor, experimentar
su amor en nuestra vida para así sentirnos también contagiados de ese amor para
parecernos a El, para actuar como el actúa.
La descripción que nos hace el profeta Ezequiel de lo que
es ese pastor de nuestra vida que El anuncia proféticamente hemos de reconocer
que es entrañable y nos da gusto ser ovejas de ese rebaño guiadas y cuidadas
por ese pastor. Nos busca, nos llama, nos ofrece el mejor alimento en los
mejores pastos, nos cuida con mimo cuando nos podamos sentir dolorosamente con
heridas producidas por los avatares y luchas de la vida. Aunque andemos
perdidos y descarriados el nos busca con afán y con ternura nos lleva de nuevo
al redil en sus brazos curando las heridas que nos hayamos hecho en los duros
barrancos de la vida.
Y es que ‘el amor
de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se
nos ha dado’, como nos decía san Pablo. Sentimos y experimentamos ese amor
cuando contemplamos todo lo que fue la pasión de Cristo con su muerte en la
cruz que no es otra cosa que el pastor que termina dando su vida por las ovejas
para que nosotros tengamos vida. Cristo es el Pastor, pero es también el
Cordero inmolado, como es también ese pan que se nos da como alimento cuando
nos da su propia carne como comida y alimento. Ya no es un alimento externo,
ajeno a sí mismo el que nos da, sino que es El mismo el que se nos da, se nos
ofrece en comida.
Somos la alegría y el gozo de Dios, a pesar de que
tantas veces nos descarriemos por esos caminos que intentamos tantas veces
recorrer apartándonos del buen camino. Pero Jesús, como Buen Pastor que nos
conoce y nos conoce con nuestras virtudes y con nuestros defectos, con nuestros
descarríos y con nuestras pérdidas muchas veces incluso interesadas, sin
embargo siempre va a buscarnos, y sigue amándonos a pesar de nuestras sombras y
oscuridades, y nos cargará sobre sus hombros lleno de alegría e invitando a
todos a vivir la fiesta porque la oveja perdida ha sido encontrada y ha vuelto
de nuevo al redil de las ovejas. Así es la alegría del cielo; así es la alegría
del corazón de Dios cuando volvemos de nuevo a El.
¡Cómo nos conoce el Señor y cómo nos ama! ¡Cómo va
continuamente en nuestra búsqueda y nos ofrece el bálsamo de gracia que con
amor cure nuestras heridas para que nunca más haya nada de muerte en nosotros,
sino que todo sea vida y felicidad! No terminamos de agradecer al Señor cuantas
llamadas de amor nos está haciendo continuamente mientras nosotros quizá nos
hacemos oídos sordos. Quizá nos permite que algunas veces nos descarriemos para
que descubramos su amor cuando viene en nuestra búsqueda, o para que cuando
andemos hundidos en nuestras sombras recapacitemos cayendo en la cuenta de lo
que hemos pedido por habernos alejado.
Muchas veces sin que nosotros quizá nos demos cuenta El
está llamándonos e impulsándonos con la fuerza callada de su Espíritu para que
dejemos los malos caminos, emprendamos el camino nuevo y bueno. Ahí en nuestro
corazón está trabajándonos con su gracia, permitiéndonos quizá en algunos
momentos que tropecemos y nos duela en el alma el golpe que recibimos con esos
tropiezos, pero que no son otra cosa que llamadas de amor, silbos amorosos que
diría el poeta, con los que quiere atraernos por sus caminos de amor.
Y es que cuando nos acercamos a su corazón lleno de
amor por nosotros nos sentimos más impulsados al amor; sentimos como su
presencia junto a nosotros nos levanta y nos hace mirar a lo alto para que
descubramos esas grandes metas de amor que tiene para nuestra vida y que hemos
de alcanzar.
Cerca de su corazón nos sentimos contagiados de su amor
y brota el deseo de parecernos a El, de hacernos una cosa con El, como los
enamorados que se contagian mutuamente de amor y les hace buscarse para vivir en
la unión más honda y profunda. Así queremos unirnos a Cristo, vivir su vida,
dejar que El penetre en lo más hondo de nuestra alma o querer nosotros al mismo
tiempo introducirnos hasta lo más hondo de su corazón de amor para sentirnos
abrigados y acariciados por su ternura, levantados con su misericordia e
inundados de alegría por participar y gozar de su amor.
Qué dicha poder gozarnos en su amor; qué paz más
profunda sentimos en nuestro espíritu cuando estamos unidos a Jesús; qué
impulso más grande sentimos en nuestra alma para dar ese salto grande que nos
lleve a la santidad; qué confianza más esperanzada llena nuestro corazón porque
sabemos que en El siempre vamos a encontrar misericordia y perdón.
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