La sublimidad del amor
1Cor. 12, 31 – 13, 13
Sal.32
Lc. 11, 31-35
‘Ambicionad los carismas mejores’. Así ha comenzado diciéndonos san Pablo hoy. ¿De qué nos va a hablar? Nos había hablado anteriormente de los diferentes carismas existentes en la comunidad, cuando nos hablaba de que somos uno en Cristo Jesús formando un solo cuerpo. Hoy nos va a hablar del amor.
Amor que es el que da profundidad a la vida. Amor que es algo más que hacer cosas buenas, o tener conocimiento de altísimos conocimientos. Amor que es una actitud profunda del corazón. Amor que es el sentimiento del alma. ‘Podría hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles... podría conocer todos los secretos y todo el saber... podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aún dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve’, nos dirá tajantemente.
Efectivamente sólo el hacer cosas buenas no es señal del amor, porque lo puedo hacer de forma interesada, lo puedo hacer a regañadientes, lo puedo hacer simplemente porque me han hecho cosas buenas a mí, pero puede ser que realmente no ame desde el fondo de mi corazón. Por eso, nos habla de la importancia y de la necesidad del amor. Puedo hacer cosas buenas y hoy hablamos de derechos y de derechos humanos, de justicia y de deber para con los demás, pero será el amor el que dulcifique, el que humanice profundamente el ejercicio o la defensa de esos derechos humanos y esa justicia.
Nos da una serie de cualidades el apóstol para ese amor. No en vano a este trozo de la carta a los Corintios se le suele llamar el himno de la caridad. Y nos habla del amor comprensivo y generoso, del amor de quien se da y no da simplemente cosas, del amor humilde y servicial, del amor que nos hace ser capaces de hacernos los últimos y los servidores de todos, del amor que perdona siempre.
Lo que nos dice san Pablo es un fiel reflejo de lo que nos dice el Evangelio. Sería hermoso detenerse a ir comparando cada una de esas cualidades que Pablo le atribuye al amor con dichos de Jesús, con actitudes y gestos de Jesús en el Evangelio.
Jesús nos enseña a darnos sin medida, generosamente; nos enseña a no ponernos nunca por encima de nadie ni despreciar al otro; nos enseña a hacernos los últimos; a hacernos pequeños por el Reino de Dios; a ser delicados en nuestro amor hasta en los más pequeños detalles; a perdonar siempre hasta setenta veces siete; a confiar siempre en los demás; a aceptar a todos sea quien sea; a amar incluso a quienes nos hagan daño o se consideren nuestros enemigos.
Recordemos los gestos que Jesús tenía con los discípulos, las palabras de Jesús en el sermón del monte. Es nuestro modelo y ejemplo. Le vemos acoger a los niños, a los pecadores, a los que son marginados de la sociedad, prometer el paraíso al ladrón arrepentido, perdonar disculpando incluso a los que lo están crucificando.
Pero es que nuestro amor cristiano tiene algo más en su interior. Jesús nos dice que seamos ‘perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto’, seamos ‘comprensivos como nuestro Padre del cielo’. Y además Jesús nos dice que cuando amamos y hacemos el bien al hermano a El se lo estamos haciendo. Es ese plus, podríamos decir, que tiene el amor cristiano. Ponemos a Dios en nuestro amor. Vemos a Jesús en aquel a quien amamos. No son ya sólo nuestros sentimientos humanos. Es algo más, porque el Espíritu de Jesús está amando en nosotros. Nuestro estilo de amor es el estilo del amor de Jesús. Es su mandamiento, pero además hemos de hacerlo con un amor como el de El. ‘Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado’. Es ya la sublimidad del amor.
Y finalmente tenemos que decir que en un amor así llegaremos al conocimiento de Dios. Quien ama, conoce a Dios, porque Dios es amor, como nos enseñará luego san Juan en sus cartas.
‘El amor no pasa jamás’, nos dice el Apóstol. Terminará diciéndonos: ‘Ahora subsisten estas tres cosas: la fe, la esperanza, el amor, pero la más excelente de todas es el amor’. Amemos con un amor así.
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