Núm. 21, 4-9; Sal. 77; Fil. 2, 6-11; Jn. 3, 13-17
Ponernos ante la Cruz es ponernos ante el Misterio. La cruz nos sobrecoge, como el sufrimiento nos duele. Es lo que contemplamos desde una primera mirada en la cruz. Muchos se sienten así cuando contemplan la cruz. Y a quienes la fe no les dice nada no terminan de comprender que nosotros los cristianos levantemos los ojos hasta la Cruz para contemplar a alguien que en ella muere ajusticiado.
Y es que ante el misterio no nos podemos poner de cualquier manera. Decíamos que es misterio y el misterio es algo que nos sobrepasa, va más allá de lo que nosotros podamos comprender y supera todas nuestras lógicas humanas. O somos capaces de ponernos ante ella con ojos de fe, o si seguimos contemplando ese misterio cara a cara y con sinceridad al final terminaremos haciendo también un reconocimiento de fe. El que se va en huída no llegará a vislumbrar lo que hay detrás de ese misterio, y se rebelará y desesperará o terminará perdiendo la poca fe que le quede en su interior.
Contemplamos, es cierto, un instrumento de muerte, de pasión, de dolor, de sufrimiento. Pero la cruz no puede ser una meta, un fin, sino que tiene que ser un camino, como lo fue en el misterio de Cristo. La Cruz es parte del camino que lleva a la vida. Es lo que podemos contemplar en Cristo muerto en la Cruz. Porque nunca me voy a quedar sólo en la cruz, como no puedo separar a Cristo de la Cruz, pero tampoco me quedo sólo con Cristo en la Cruz. Porque a Cristo no lo puedo separar de la vida, y siempre detrás de la Cruz tendré que contemplar la resurrección para poder captar su pleno sentido.
El evangelio de este domingo nos ha presentado palabras de la conversación de Jesús con Nicodemo, para terminar hablándonos del misterio de Cristo y del misterio del amor de Dios. Pero antes Jesús le había dicho a Nicodemo que era necesario nacer de nuevo para poder ver, para poder entrar en el Reino de Dios. Nos hace falta sí, un nuevo nacimiento, un nuevo sentido en mi vida, para comprender todo el misterio de Cristo, y lo que representa entonces su muerte y resurrección.
‘Mirarán al que atravesaron’, había anunciado un profeta y nos lo vuelve a repetir de alguna manera Juan en su Evangelio. ‘Porque el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto, como Moisés levantó la serpiente de bronce en el desierto, para que todo el que crea en él tenga vida eterna’.
Miramos a Cristo atravesado por la pasión y la muerte, clavado en el madero de la cruz, y descubrimos un misterio inmenso de amor. Ahí se está manifestando cuánto es el amor de Dios. ‘Tanto amó Dios al hombre, al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en El no perezca, sino que tenga vida eterna’. Ahí en la Cruz estamos descubriendo ese camino de amor, ese camino de vida que Dios ofrece al hombre, que Dios ofrece al mundo. Estamos contemplando un amor a fondo perdido.
La cruz de Cristo es manifestación de amor y es signo y señal de la entrega y del sacrificio que nos libera y que nos salva. Todo para la vida. Porque ‘donde tuvo origen la muerte, de allí resurgirá la vida, y el que venció en un árbol, será en un árbol vencido’. Nos recuerda a Adán que al pie de un árbol sintió la tentación de ser como dios, y se dejó vencer por la muerte; pero contemplamos a Cristo que en lo alto de un madero se entrega para vencer a la muerte y para darnos la vida. La Cruz no es una derrota, es una victoria.
Pero la cruz de Cristo puede ser algo más. Puede ser espejo de la tiniebla, del mal y de la muerte. Puede ser espejo donde contemplemos la tinieblas de nuestro mundo, el mal que nos tienta y nos atenaza, donde estamos viendo también todo el sufrimiento de la humanidad. En esa cruz están todos los que sufren.
Algunas veces cuando contemplamos los sufrimientos de los hombres, especialmente de los inocentes, nos hacemos muchas preguntas en nuestro interior de difícil respuesta. Miremos entonces al Inocente que está clavado en la cruz y veamos que El es espejo de todo ese mundo de tinieblas y de muerte que nos rodea en el sufrimiento de tantos. Pero si contemplamos toda ese lado oscuro de la vida del hombre, miremos el lado de luz con que Cristo quiere iluminarnos. Porque en Cristo y en su amor está la luz. Como decíamos antes no nos quedamos sólo en Cristo en la Cruz, sino que siempre nuestra mirada tiene llevarnos más allá, porque tiene que llevarnos a la luz de la resurrección.
La cruz de Cristo, finalmente, nos descubre lo que es el rostro misericordioso del Padre. ‘Dios no envió su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de El’. Porque Dios nos ama, contemplamos a Cristo en la Cruz. Miramos, pues, a Cristo crucificado que, a pesar del sufrimiento, sigue fiel en el amor y en la entrega y en el perdón para seguir el camino emprendido en la Encarnación, cuando asumió totalmente nuestra condición humana haciéndose hombre como nosotros y llegando a esa cruda realidad del sufrimiento, de la pasión y de la muerte. Por eso en su dolor y en su muerte están nuestros dolores y sufrimientos y está nuestra muerte, el dolor, sufrimiento y muerte de todos los hombres, que Cristo ha asumido en sí mismo desde el momento de su Encarnación.
Que esa mirada a la Cruz de Cristo, hoy que estamos celebrando esta fiesta de su exaltación, nos lleve a hacer nosotros el mismo camino de fidelidad, de amor, de obediencia al Padre, de seguimiento de Jesús, de ser en verdad discípulos y apóstoles que es el camino de la cruz, pero que será siempre camino que nos lleve a la vida.
Nos ponemos ante la cruz y nos ponemos ante el Misterio. Pero será un misterio, entonces, que nos haga ahondar en nuestra fe y en nuestro amor. La cruz, por otra parte, no puede ser nunca sólo un adorno bonito, ni algo así como un talismán milagroso que lo llevo porque me da suerte. La cruz tendrá siempre que recordarme una fe y un amor, para ponerme siempre en ese camino que es el seguimiento de Jesús con todas sus consecuencias, como lo fue su Encarnación.
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