1Cor. 10, 14-22
Sal. 115
Lc. 6, 43-49
‘Aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan’. Hermoso el mensaje que nos propone el apóstol. Somos uno. Comemos del mismo pan. Ese pan es Cristo. Es la comunión en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Ya nos lo había dicho el apóstol. ‘El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no nos une a todos en la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el Cuerpo de Cristo?’ Es lo que venimos a hacer en la Eucaristía. Comemos al mismo Cristo, su mismo y único Cuerpo, bebemos su Sangre, su única Sangre derramada por nosotros para el perdón de los pecados.
Muchas conclusiones tendríamos que sacar de aquí para nuestra vida de cada día, para nuestra convivencia diaria con los hermanos, para nuestra vivencia de Iglesia. Cuando salimos de la Eucaristía después de haber comido el Cuerpo del Señor, de sentirnos en íntima y profunda unión con El, no podemos menos que vivir una comunión semejante con los hermanos. Cuando salimos de la Eucaristía salimos comprometidos para el amor.
No cabe que vengamos a la Eucaristía y no salgamos dispuestos a amarnos más, a vivir esa misma comunión con los hermanos, aceptándonos, comprendiéndonos, perdonándonos. No cabe que salgamos de la Eucaristía y sigamos con nuestras reticencias para aceptar a los demás; sigamos con nuestros recelos, nuestras envidias, nuestros orgullos que nos endiosan poniéndonos por encima de los demás; sigamos con nuestros rencores y venganzas, nuestro hablar mal de los otros, nuestras violencias y desconfianzas. Todo eso tendría que desaparecer si nos hemos unido a Cristo, porque al unirnos a Cristo necesariamente hemos de sentirnos unidos a los demás.
Lo hemos mirado en el día a día de nuestra convivencia, pero tendríamos que mirarlo en el seno de la comunidad, en el seno de la misma Iglesia. Porque muchas veces nos hacemos las guerritas cada uno por su lado; porque también desconfiamos de los demás, desconfiamos de los pastores donde quizá vemos intenciones y cosas ocultas que no tendríamos que ver, y nuestros pastores tendrían que ver en el común de los fieles unos miembros vivos de la Iglesia a los que se les da confianza también en su hacer y en su caminar. Muchas más cosas podríamos pensar y revisar para lograr esa necesaria comunión incluso entre los miembros de una misma comunidad, de una misma Iglesia.
Venimos cada día a la Eucaristía y, como nos dice la gente, nos damos muchos golpes de pecho, diciendo Señor, Señor, ¿y luego no seguimos el camino que nos ha trazado el Señor en el Evangelio? Que no tenga que decirnos Jesús como le hemos escuchado hoy. ‘¿Por qué me llamáis “Señor, Señor”, y no hacéis lo que yo os digo?’ Que no nos tenga que decir que somos como casa edificada sobre tierra, sin cimiento, porque no ponemos por obra las palabras del Señor.
Que cimentemos bien nuestra vida en la Palabra del Señor, pero en la Palabra que escuchamos y ponemos por obra. Para que llenemos nuestro corazón de bondad hasta rebosar. Para que seamos árbol sano que da frutos sanos. ‘El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien...’
Pidámosle al Señor que así rebose nuestro corazón de bondad, de amor, de comprensión, de comunión profunda con nuestros hermanos para que podamos vivir también esa comunión profunda con El.
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