1Cor. 7, 25-31
Sal. 44
Lc. 6, 20-26
Muchos discípulos y mucha gente venida de todas partes habían llegado a las llanuras de Galilea para oír la palabra de Jesús y para ser curados de todo mal y de toda enfermedad. Lo escuchábamos ayer.
¿Qué tipo de gentes podemos contemplar? Muchos enfermos y aquejados de todo tipo de sufrimiento; gentes pobres y carentes de las cosas esenciales de la vida; gente con sufrimiento en el corazón y quizá perdidas las esperanzas y las ilusiones.
¿Cuál era el mensaje de Jesús? Tenía que ser un mensaje que respondiese a aquella realidad. ‘Dichosos los pobres... los que tienen hambre... los que sufren y lloran... los que son marginados y perseguidos...’ Para ellos la dicha, la alegría, la felicidad, la recompensa eterna.
Pero a este anuncio de dicha y felicidad, como una antítesis, están las lamentaciones de Jesús. Se lamenta Jesús por la suerte de esta gente. ‘Ay de los ricos... ay de los que están saciados... ay de los que ríen... ay de los que os consideráis famosos y triunfantes...’
Quiero pensar en la reacción o lo que pasaría por la cabeza y el corazón de aquellos que estaban escuchando este mensaje de Jesús. Una nueva esperanza nacía en sus corazones. Para la situación de su vida había una respuesta de salvación. Se abría la esperanza y renacía la ilusión. Ellos podían aspirar también a la dicha y a la felicidad. Aunque pareciera contradictorio con la manera de pensar del mundo.
Todo un cambio de chip, de esquema mental. Lo que se considera una dicha, ya no es dicha. Y lo que parece una desgracia, es motivo de felicidad sin fin. Paradojas del Evangelio. Entra en juego una nueva escala de valores. Lo vemos a través de todas las páginas del Evangelio. Lo vemos en el actuar de Jesús y de cómo quiere que sea el actuar de sus discípulos.
Lo había cantado María. La que glorifica al Señor, que se ha fijado en la pequeñez de su sierva; la que canta al Señor ‘que derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; que dispersa a los soberbios de corazón; que a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide sin nada; que se mantiene fiel en su misericordia de generación en generación’ para con todos los pecadores.
Es la Buena Nueva que nos llega con Jesús. María lo vivió. Dichosa, bienaventurada fue llamada por su fe, porque creyó la Palabra del Señor. Es Buena Nueva también para nosotros hoy. De este encuentro con el Señor tenemos que salir llenos de alegría y de esperanza, porque sabemos que las cosas pueden cambiar, que con Jesús las cosas tienen que cambiar.
Nos queda preguntarnos. Y nosotros, ¿mereceremos la bienaventuranza o la lamentación? ¿Cuáles son las actitudes de nuestro corazón? ¿Cómo escuchamos nosotros esas palabras de Jesús? ¿Renace también en nosotros la esperanza?
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