Apoc. 10, 8-11; Sal. 118; Lc. 19, 45-48
‘Entró Jesús en el
templo…’ Siguiendo
el evangelio de Lucas de forma continuada como lo hemos venido haciendo hemos
hablado de su subida a Jerusalén con todo el significado teológico también que
tiene esta subida de Jesús a Jerusalén para celebrar la Pascua, para celebrar
su Pascua. Ayer le veíamos contemplar la ciudad santa desde el Monte de los
Olivos, que era el camino habitual de entrada a Jerusalén para los peregrinos
que venían de Galilea a través del valle del Jordán y contemplábamos sus
lágrimas por la ciudad santa donde iba a culminar todo su misterio redentor.
Llega a la ciudad y hace su entrada en el templo y,
como nos dice el evangelista, ‘se puso a
echar a los vendedores’. Un signo de purificación que Jesús quiere
realizar; un signo profético para darnos un nuevo sentido para el templo y para
el culto al Señor y el encuentro con El. San Lucas es el menos explicito al
describirnos lo que Jesús realiza; san Mateo y san Marcos nos dan más detalles,
situando también en el mismo contexto de su entrada en Jerusalén este hecho; el
evangelista Juan nos sitúa este episodio casi al principio del Evangelio.
Allí en el templo se ofrecían los sacrificios y los
holocaustos, además de ser el lugar de la oración de los judíos; por sus
explanadas, además de encontrarnos los maestros de la ley que con sus discípulos
explicaban y comentaban las Escrituras - recordemos que allí fue encontrado
Jesús niño entre los doctores de la ley tras su pérdida en su subida con sus
padres al templo -, se situaban los animales que iban a ser sacrificados, como
un servicio a los fieles para que pudieran adquirirlos a la hora de ofrecer los
sacrificios; por otra parte estaban los cepillos del templo para las ofrendas y
limosnas, pero como había que hacerlo en el dinero propio del templo, por allá
andaban también los encargados de realizar el cambio de moneda, ya que muchos judíos
venían de fuera de Palestina con las monedas que se utilizaran en sus países.
Todo esto convertía el templo casi en una plaza de un mercado más que en un
lugar de oración y culto al Señor.
‘Mi casa es casa de
oración; pero vosotros la habéis convertido en una cueva de bandidos’, exclama Jesús expulsando a los
vendedores, derribando las mesas de los cambistas, queriendo realizar el signo
de la purificación. Algo nuevo iba a comenzar a partir de aquella pascua. Ya no
serían necesarios aquellos sacrificios de animales y aquellos holocaustos y
ofrendas con los que la humanidad quería agradar a Dios. Ahora se iba a ofrecer
el gran Sacrificio, el Sacrificio nuevo de la nueva Alianza en la Sangre
derramada, que ya no era la sangre de los animales sacrificados sino la Sangre preciosa
de Cristo. Como nos dirán más tarde Pedro y Pablo en sus cartas no hemos sido
comprados ni con oro ni con plata, no hemos sido redimidos por la sangre de los
antiguos sacrificios, sino que hemos sido redimidos por la Sangre preciosa de
Cristo.
Un nuevo culto había de comenzar. Una nueva ofrenda se
iba a realizar. ‘Por Jesucristo, tu Hijo,
Señor nuestro, con la fuerza del Espíritu, das vida y santificas todo, y
congregas a tu pueblo sin cesar, para que ofrezca en tu honor un sacrificio sin
mancha desde donde sale el sol hasta su ocaso’, como decimos en la tercera
plegaria eucarística. ‘Dirige tu mirada
sobre la ofrenda de tu Iglesia y reconoce en ella la Víctima por cuya
inmolación quisiste devolvernos tu amistad…’ que decimos también.
La Victima pascual es Cristo mismo que por nosotros se
ofrece y se inmola. Y ya no hay otro sacrificio que el sacrificio de Cristo,
que actualizamos y hacemos presente cada vez que celebramos la Eucaristía. Es
con Cristo, por Cristo y en Cristo donde ya para siempre vamos a tributar todo
honor y toda gloria a Dios para siempre.
Es el signo que Jesús está hoy realizando en el pasaje
del evangelio que estamos meditando. Nos está enseñando cual ha de ser el
verdadero sacrificio que hemos de ofrecer al Señor, que ya no serán cosas, ni
serán animales que sacrifiquemos sino que será siempre el sacrificio de Cristo
al que nosotros nos unimos poniendo en él toda nuestra vida. Que ahí veamos
también el signo de la purificación interior que hemos de hacer en nuestra vida
para que en Cristo para siempre sea agradable al Señor nuestra ofrenda, nuestra oración. Que ese sea el culto
espiritual que nosotros ofrezcamos con
nuestra vida a Dios.
‘Bendice y santifica,
oh Padre, esta ofrenda haciéndola perfecta, espiritual y digna de ti’, como decimos en la primera
plegaria Eucarística.
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