Todo es para nosotros como un signo, una llamada para que nos
dejemos transformar, para que cambiemos nuestra vida, para que nos convirtamos
de verdad al Señor
Éxodo 3, 1-8a. 13-15; Sal 102; 1Corintios
10, 1-6. 10-12; Lucas 13, 1-9
¿Por qué? ¿Por qué esto? ¿Por qué a mí?
Es una pregunta muchas veces llena de amargura que nos hacemos ante un
acontecimiento trágico que contemplamos, ante una enfermedad que nos
sobreviene, una tragedia que se cierne sobre nosotros, ante la maldad de
algunos que nos hacen daño, ante los problemas que nos vamos encontrando y que
a veces se nos hacen insolubles y nos atormentan…
¿Por qué? Y dirigimos la mirada hacia
lo alto, o nos miramos a nosotros mismos y nos decimos por qué ese castigo, o
ese destino caprichoso que nos envuelve en sufrimientos. ¿Es que soy tan
pecador? ¿Es que esas personas que están sufriendo esas calamidades,
terremotos, huracanes, inundaciones, catástrofes que se llevan miles de vidas
por delante eran tan pecadoras?
Es una pregunta repetida que el hombre
se ha hecho siempre a lo largo de la historia y aun nos seguimos haciendo. Y
vemos castigos divinos, venganzas del mas allá, situaciones que nos amargan por
dentro y cuyo peso se nos vuelve insoportable. Todos podemos conocer en nuestro
entorno situaciones así, unos padres que pierden a un hijo en un accidente o en
una rápida e incomprensible enfermedad y que no levantan cabeza en sus
angustias y lo ven todo negro, y se rebelan interiormente contra todo, contra
la vida, contra si mismos, contra Dios llenándose de mil culpabilidades. Y se
hace difícil encontrar respuestas, hacer que se renueve la paz en sus
corazones.
Algo así le vienen planteando a Jesús
hoy en el relato del evangelio. Le cuentan de un sacrílego y abominable crimen
que ha cometido Pilatos cuando ha matado a unos galileos que estaban ofreciendo
un sacrificio en el templo. Algo que conmocionó a la gentes y que les llevaban
a hacerse preguntas como las que antes nos veníamos comentando. ‘¿Pensáis que esos galileos eran más
pecadores que los demás galileos, porque acabaron así?’ les pregunta Jesús para hacerlos
reflexionar. Una reacción espontánea de las gentes era decir que si les había
pasado eso tan horrible algo malo habrían hecho en sus vidas, pecadores tenían
que ser.
Y Jesús
les recuerda otro episodio que también había conmocionado a Jerusalén. En
algunas obras que se estaban realizando en la piscina de Siloé muchos habían
muerto muchos aplastados porque se había derrumbado una torre. Un accidente en
este caso, como tantas calamidades que vemos de ese tipo, o la consecuencia de
la maldad de un gobernador habían llevado a la muerte a algunos. ¿Eran
culpables? ¿Murieron porque eran pecadores? Ya escuchamos la respuesta de
Jesús. No eran más culpables que otros, les dice; y aprovecha Jesús para invitarnos
a estar preparados en la vida, el primer paso es nuestra conversión.
El Dios
del que nos habla Jesús no es un Dios vengador y que busca la muerte; es el
Dios de la vida y que quiere para nosotros la vida y para eso nos ofrece su
amor. Aunque algunas veces nos hagamos algunas interpretaciones por lo tremendo
y hasta diríamos a la ligera, el Dios que nos presenta la Biblia es el Dios que
se acuerda de su pueblo, que viene en su ayuda para liberarlo, que quiere
caminar junto a nosotros.
Es de lo
que nos habla la primera lectura. Dios se le manifiesta a Moisés en el Orbe en
medio de algo portentoso, es cierto, en la zarza ardiendo que no se consumía,
pero fijémonos en lo que Dios le dice a Moisés. Ha visto el sufrimiento de su
pueblo que sufre la esclavitud en Egipto y quiere hacerse presente para
liberarlo.
‘He
visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los
opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los
egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y
espaciosa, tierra que mana leche y miel’. Y para eso ha escogido a Moisés y lo envía
con esa misión. Es el Dios de sus padres, de Abraham, de Isaac y de Jacob, es
el Dios que vive y que da la vida, es el Dios que quiere la vida para su pueblo
y quiere liberarlo de la muerte, quiere liberarlo de la esclavitud. Es la misión
que le está confiando a Moisés.
No es el
Dios ajeno a nuestras miserias, no es el Dios que nos abandona, es el Dios que
viene a nosotros con su salvación, es el Dios que quiere estar junto a su
pueblo, y por eso lo terminaremos llamando Emmanuel, Dios con nosotros. No es
el Dios del temor, sino del amor. Es el Dios que nos llama y nos invita a vivir
su vida, que quiere estar con nosotros y que llegaré el momento culminante, el
momento de la plenitud en que tanto nos ama que nos envía a su Hijo para que
tengamos vida y la tengamos en abundancia.
Es el Dios
paciente que nos espera, como el agricultor que espera que la higuera dé fruto.
El dueño de la higuera que ha venido a buscar fruto tres años y no lo encuentra
quiere arrancarla y arrojarla al fuego; pero allí está el agricultor que pide
paciencia, que ofrece nuevos abonos y nuevos cuidado esperando que al final de
fruto. Es lo que Dios está haciendo continuamente con nosotros. Pensemos cada
uno en nuestra vida.
Este
tercer domingo de Cuaresma nos invita a hacer una parada en nuestra vida para
que reflexionemos sobre la vida misma y cuanto nos sucede, para que le
encontremos un sentido de vida incluso a aquellas calamidades por las que
podamos pasar, para que sintamos como todo es para nosotros como un signo, una
llamada para que nos dejemos transformar, para que cambiemos nuestra vida, para
que nos convirtamos de verdad al Señor que siempre nos está ofreciendo su amor.
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