En la
contemplación hoy del misterio de la Encarnación sintamos en lo hondo de
nosotros mismos los pasos de Dios que viene a nuestro encuentro
Isaías 7, 10-14; 8, 10; Sal
39; Hebreos 10, 4-10; Lucas 1, 26-38
Hay cosas que uno repite una y otra
vez, las cuenta muchas veces repetidamente porque han sido acontecimientos que
han dejado huella en su vida y compartirlo con los demás parece que se lo hace
a uno revivir. Fue mi experiencia de Nazaret. Allí en la profundidad de la
Basílica de la Anunciación, frente a las ruinas de lo que fue la casa de María
en Nazaret leímos con el grupo que me acompañaba en esos momentos el evangelio
que hoy nos ofrece la liturgia de la Anunciación del Ángel a Maria. Y recuerdo
una palabra que se me quedó resonando en aquel momento y en aquel lugar en el
corazón. ‘Aquí…’
Sí, ‘aquí’, en aquel mismo lugar según
se nos recordaba, María dijo ‘sí’ al ángel como respuesta al mensaje que le
llegaba de lo alto. María dijo ‘sí’ y allí se realizó el milagro de la
Encarnación de Dios en las entrañas de Maria para hacerse hombre, para hacerse
Emmanuel, Dios con nosotros. Por eso repetía, saboreándolo en el corazón, y no
sé expresar todo lo que sentía en aquellos momentos, ‘aquí… aquí Dios se
hizo hombre en el seno de María’. Se hizo silencio para mí, se hizo
silencio en mi entorno, solo escuchaba los pasos de la gente en la basílica
pero que eran como los pasos de Dios que caminaba a mi encuentro, se hizo un
silencio profundo en el alma para sentir en lo hondo del alma ese gozo de la
presencia de Dios.
Hoy, en esta fecha del 25 de marzo,
estamos celebrando el Misterio de la Encarnación. No podemos dejar de decir que
es misterio, porque es algo tan maravilloso y tan grande que no nos cabe en
nuestro saber humano, pero al mismo tiempo tenemos que sentir ese gozo de la
presencia de Dios en medio de nosotros. Dios que nos entrega a su Hijo, tan
grande es su amor, que realiza el milagro que solo Dios puede hacer.
No podemos dejar de considerar, de
meditar una y otra vez esta grandeza y maravilla del amor que Dios nos tiene.
Tenemos que sentir, sí, en lo hondo de nuestro espíritu esa alegría del amor de
Dios que también a nosotros nos inunda. Tenemos que comenzar a cantar la
alabanza al Señor porque no nos podemos cansar de alabarle y darle gracia por tan
grande amor.
Miramos hoy a Maria, la que hizo
posible ese milagro de amor, Dios quiso contar con ella, y como ella también
nosotros queremos abrir nuestro corazón a Dios. Dios le ofrecía que se dejara
inundar por el espíritu, y ella se dejó hacer por Dios. Ahí tenemos su
respuesta, ‘hágase en mi según tu palabra’; se sentía en la manos de
Dios y aunque comprendía que el Señor estaba haciendo en ella cosas
maravillosas, sin embargo humildemente se seguía sintiendo la esclava del Señor,
‘aquí está la esclava del Señor’.
La Escritura Santo en otro lugar nos
dirá que el Hijo de Dios al entrar en el mundo para encarnarse en el seno de
Maria y ser así nuestro Salvador había proclamado ‘aquí estoy, oh Padre,
para hacer tu voluntad’. Esa era su vida y su alimento; ‘mi alimento es
hacer la voluntad del Padre’, les había respondido a los discípulos allá
junto al pozo de Jacob cuando le insistían que comiera. Y en Getsemaní, aunque
grande era el dolor de alma ante la pasión que se avecinaba, en su oración
terminaba clamando al Padre ‘no se haga mi voluntad sino la tuya’. Por
eso culminaría su vida poniéndose en la manos de Dios ‘a tus manos, Padre,
encomiendo mi espíritu’.
Contemplar hoy este misterio de la
Encarnación que hoy estamos celebrando es contemplar todo el misterio de
Cristo, es contemplar su pascua, porque es contemplar su entrega y su amor. Es
una contemplación que nos lleva a dejarnos nosotros inundar también por el
mismo espíritu de Jesús - para eso se ha hecho hombre para darnos su mismo
Espíritu -, y que nosotros también podamos decir con toda nuestra vida ‘aquí
estoy, oh Padre, para hacer tu voluntad’.
Como María sintámonos pequeños y
humildes, pero como Maria sepamos admirar cuantas maravillas también el Señor
realiza en nosotros. Queremos que se cumpla la Palabra del Señor en nosotros,
queremos en verdad plantarla en nuestro corazón, y al mismo tiempo agradecemos
las maravillas del Señor y, como decíamos antes, no nos cansaremos de alabarle
y darle gracias por tanto misterio de amor.
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