Que
en nuestra hambre no busquemos saciarnos en las algarrobas que nos ofrece el
mundo sino busquemos el pan de la vida y del amor que en plenitud nos ofrece
Jesús
Miqueas 7,14-15.18-20; Sal 102; Lucas
15,1-3.11-32
¡Qué triste y doloroso es tener hambre
y no tener o no saber con que alimentarse! Este pensamiento nos lleva a la
realidad, es cierto, del hambre, de la pobreza, de la miseria que hay en
nuestro mundo; pensamos en la comida material, en las necesidades materiales de
las personas y tanto sufrimiento y muerte como genera cuando sería un problema
que si tuviéramos más solidaridad los que nos decimos humanos podríamos poner
solución – porque tenemos que preguntarnos qué clase de humanidad tenemos
cuando lo permitimos -.
Sabemos que es pan, pero sabemos también
que necesitamos de otro pan que va más allá del hecho con harina y horneado. Es
el hambre de dignidad, es el hambre de conocimiento y de saber, es el hambre
que nos impide aspirar a sueños de algo mejor, es el hambre de humanidad y de
encuentro, es el hambre que padecemos en tantas soledades con las que tenemos
que cargar cuando no nos interesamos los unos por los otros, son tantas las
hambres que afligen el corazón del hombre.
Hoy el evangelio, en esta hermosa
parábola que nos ofrece, nos decía que al hijo menor ‘le entraban ganas de saciarse de las
algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer’. Tenía hambre. El hambre era la miseria
en que había caído; el hambre era el sentirse solo y lejos de su casa; el
hambre era la situación de desesperanza en que se encontraba; el hambre era el
desconocer que había un amor que le seguía amando pero que en su desesperación
pensaba que ya nadie lo amaba; el hambre era el reconocimiento de su
infidelidad y su pecado.
Quería
salir, no sabia como porque en su oscuridad parecía que todas las puertas
estaban cerradas. No se atrevía a dar pasos pensando en el rechazo, quería
encontrar fórmulas distintas, porque desconfiaba de la formula del amor que era
la única que le podía hacer salir de aquella situación. Soñaba, se comparaba
con la situación de otras personas, se daba cuenta de lo que había dejado atrás
y pensaba que nunca jamás podría recuperarlo.
¿Nos
pasará a nosotros algo así, aunque nos cueste reconocer que también tenemos
hambre? Es en lo que tenemos que recapacitar en este tiempo de Cuaresma que
estamos recorriendo como una peregrinación. Nosotros sabemos sí que tenemos que
mirar a la Pascua hacia la que caminamos y allí encontraremos el amor que nunca
nos falla. Nos fallarán los que están a nuestro lado, fallaremos nosotros
mismos en nuestra propia desconfianza, nos cuesta en ocasiones encontrar apoyos
humanos, pero tenemos que reconocer que el Señor va poniendo señales en nuestro
camino y siempre habrá alguien que confía en ti, te tiende una mano, te ayuda a
dar los pasos necesarios para ir al encuentro del Padre que nos espera con su
amor.
Algunas
veces en la parábola nos olvidamos del otro hermano, del que parecía
satisfecho, del que no quería reconocer que también tenía hambre en su desconfianza,
en la cerrazón en que se había metido también cuando no quería aceptar al
hermano, en el orgullo de creerse bueno y cumplidor pero que sin embargo su corazón
estaba seco de amor.
Nos puede
pasar a nosotros también. Nos creemos buenos y miramos por encima del hombro;
nos creemos buenos y nos creemos merecedores de todo; nos creemos buenos y nos
volvemos intransigentes, exigentes para con los demás, porque algo estará
faltando en nuestro corazón. Que no se nos sequen nuestras raíces, que no se
nos meta dentro la insensibilidad, que no miremos a la distancia a los otros
porque los creemos pecadores. También hay hambre en nosotros.
Hay algo
que nos puede saciar de verdad y es el amor que Dios nos tiene y en el que
hemos de envolver nuestra vida. Es lo que saciará de verdad nuestro corazón y
que encontraremos en abundancia infinita en el que es el compasivo y
misericordioso. Vayamos al encuentro del Señor y dejémonos abrazar por su amor.
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