La
contemplación de los resplandores del Tabor nos recuerdan que tras la Pascua y
la resurrección nosotros tenemos que trasparentar una nueva luz y una nueva
vida
Génesis 15, 5-12. 17-18; Sal 26; Filipenses
3, 17-4, 1; Lucas 9, 28b-36
El que con ojos profanos se acerque a
la escena que nos describe hoy el evangelio sentirá admiración por la belleza
que se nos describe con una escenografía – y fijaos que digo con ojos de
profano – de resplandores y de sombras, de apariciones espectaculares y de
voces que se oyen venidas del cielo que dejan en un sopor indescriptible a los
diferentes personajes difíciles de imaginar por mente humana.
Pero no es con ojos de profano con los
que nosotros nos acercamos a este texto del evangelio sino que quizá desde las
sombras de nuestras dudas y sin embargo desde la fe nos sentimos deslumbrados
por un resplandor celestial que va a despertar en nosotros caminos de
trascendencia pero al mismo tiempo caminos nuevos que de forma distinta vamos a
recorrer en el hoy de nuestra vida.
Queremos situarnos nosotros ante este
pasaje del evangelio en esta escena que se nos describe como personajes que allí
estamos también porque como aquellos tres discípulos nosotros nos sentimos
invitados también a subir a lo alto de la montaña. Vamos, sí, en nuestra fe a
no dejarnos adormecer o distraer por cosas que no vienen al caso, sino que
vamos a intentar situarnos junto a Jesús en esa oración en la que El se
sumergió. Subieron a la montaña para orar, aunque aquellos tres discípulos,
como en otra ocasión les sucediera en Getsemaní se dejaron dominar por el sopor
del sueño, quizá por el cansancio de la subida y se vieron sorprendidos por
cuanto allí estaba sucediendo sin saber a qué atenerse y ya inventándose
tiendas de campaña para quedarse allí para siempre, aunque para ellos mismos no
prepararan ninguna. ‘¡Qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas…’ que
serían para Jesús, para Moisés y para Elías, sin pensar en prepararse para
ellos mismos.
Contemplemos, sí, nosotros también
aunque nos sintamos extasiados para maravilla de la gloria del Señor que se
está manifestando. Aquel blanco deslumbrador de las vestiduras de Jesús y aquel
rostro resplandeciente de quien está manifestando la gloria del Señor. Con
razón Moisés había bajado de la montaña del Sinaí, de la presencia del Señor,
con un rostro resplandeciente que nadie se atrevía a mirar cubriéndose con un
velo. Y es que quien está en la presencia de Dios con toda conciencia ya su
vida tiene que resplandecer de otra manera, porque otra será la vida que tendrá
que trasparentar.
Mientras Pedro habla con estas
apetencias y ambiciones una nube de sombras los envolvió. Con qué facilidad nos
aparecen las sombras en nuestra vida. Sombras de dudas, sombras de egoísmos
insolidarios, sombras de ambiciones y vanidades, sombras de orgullos mal
disimulados, sombras que nos pueden llevar al precipicio también con toda
facilidad. Nos queremos aislar, nos queremos quedar en las alturas, queremos
olvidar quizá lo que es la lucha diaria de los que siguen caminando por la
llanura de la vida, nos queremos encerrar en nuestras vanidades, son tantas las
tentaciones que de una forma o de otra podemos sufrir.
Aquella sombra momentánea fue como una
prueba pero que venia a culminar con las palabras del cielo la revelación de
quien era en verdad Jesús. Consciente o inconscientemente se veían puestos a
prueba muchas veces con lo que Jesús les anunciaba y a ellos les costaba
entender. Había habido momentos de fervor como cuando Pedro confesó su fe en
Jesús allá en Cesarea de Filipo, pero pronto el mismo Pedro se negaba a aceptar
lo que Jesús anunciaba que el Hijo del Hombre subía a Jerusalén donde había de
padecer pasión y muerte. ‘Quítate eso de la cabeza’, le había dicho a
Jesús.
Lo que ahora estaba sucediendo en lo
alto de la montaña vendría a ser como la fortaleza del Espíritu que les iba a
acompañar en el camino que aún habían de hacer hasta Jerusalén y en los
momentos difíciles de lo que allí había de suceder. Como la liturgia expresa
con toda claridad en el prefacio de la celebración de este día ‘después de anunciar su muerte a
los discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para
testimoniar que la pasión es el camino de la resurrección’.
‘Una
voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle’. Sí,
este Jesús a quien habían seguido, estaban siguiendo por todos aquellos caminos
de Galilea y de Palestina y ahora le acompañaban en su subida a Jerusalén, es
el Hijo amado de Dios a quien hemos de escuchar porque en El está nuestra vida
y nuestra salvación. Este Jesús, sí, que había de padecer tal como El les había
anunciado su muerte es el Hijo de Dios, la Palabra eterna de Dios que es
nuestra luz y nuestra vida.
Aturdidos
estaban en medio de cuanto había sucedido y había que bajar de la montaña a la
llanura donde se seguirían encontrando las muchedumbres ansiosas de una palabra
de esperanza, donde se seguirían encontrando con el dolor y el sufrimiento, con
las mismas esclavitudes y opresiones que sufrían todos los días, con gentes
desorientadas que buscaban una luz que les guiara. Habían de bajar de aquella
montaña para seguir el camino y para subir a Jerusalén. Los discípulos que
habían sido testigos de lo sucedido en la montaña y de lo que aun no podían
hablar, terminarían de entenderlo después de la resurrección.
Nosotros
en este segundo domingo de Cuaresma una vez más hemos subido al Tabor y tenemos
que seguir haciendo también el camino que nos lleva a la Pascua. En nosotros
tenemos una certeza que nos la da la fe, y que tras la contemplación ahora de
la gloria del Tabor tendrá que hacer que nosotros busquemos resplandecer con
una nueva luz, aunque tengamos que pasar por la pasión, esa pasión que tenemos
que vivir en nuestra vida con tantas cosas, pero que sabemos que es camino de
Pascua. Cuando llegue la luz de la resurrección no olvidemos que tenemos que
trasparentar una nueva luz, una nueva vida que nace en nosotros con la Pascua
de Jesús. Para eso estamos haciendo este camino de Cuaresma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario