Ez. 12, 1-12
Sal. 77
Mt. 18, 21 – 19, 1
Aunque es nuestra piedra de tropezar, como una china que se nos mete en el zapato y nos incomoda, sin embargo he de decir que el mensaje del Evangelio, el mensaje que hoy nos quiere trasmitir Jesús está tan claro que no necesita ningún comentario. Sin embargo digamos algo.
‘Acercándose Pedro a Jesús le preguntó: Señor, si mi hermano me ofende ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿hasta siete veces?... No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete... Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?’
Pero, ¿es que tengo que perdonarle otra vez?, nos preguntamos nosotros también tantas veces. Tantas veces que te he perdonado, ¿no serás capaz tú también de perdonar a tu hermano?
Es cierto que cuando nos encontramos con aquel que nos haya hecho daño, nos ha ofendido, ha levantado una calumnia contra nosotros, los sentimientos y resentimientos afloran de nuevo en nuestro corazón. Cuando nos tocan en una herida saltamos y lo que queremos es que la herida se cure, pero aun la piel en la cicatriz queda con una cierta sensibilidad. Pero eso no significa que no hemos de sanarnos de esa herida y olvidarnos de ella, aunque nos cueste.
Claro que el tema del perdón que nos plantea Jesús no es sólo cuestión de nuestra voluntad o de unos sentimientos que queremos cambiar. Hemos de poner de nuestra parte todo lo que podamos. Pero es algo superior. Algo que no podremos lograr sin la ayuda de la gracia de Dios.
No olvidemos cuantas veces Jesús nos dice en el Evangelio que seamos ‘perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto... santos como Santo es el Padre del cielo... como el Padre es compasivo...’ Tenemos que parecernos a Dios. ‘Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús’, nos dice el apóstol san Pablo. Llenarnos de la santidad de Dios, de la grandeza de Dios, del amor de Dios, de la vida de Dios.
‘Venid a mí y aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón’, nos dice Jesús. Es la mansedumbre y la humildad lo que necesitamos. Los mansos y los humildes poseerán a Dios, y nos llama Jesús dichosos si somos mansos y humildes. La capacidad del perdón está en la humildad. Cuando nos hieren o nos ofenden, no son las palabras en sí, sino que nos sentimos heridos en nuestro amor propio, y aflora el orgullo en nuestro interior, porque nos vemos humillados en aquello que nos ha hecho. No nos veamos humillados sino seamos humildes. La mansedumbre ablanda los corazones y les da capacidad de amar y de perdonar.
Pidamos al Señor que seamos capaces. Que nos llenemos de mansedumbre. Que haya humildad en nuestras vidas porque hayamos puesto mucho amor. El amor es el que nos sana y nos llena de vida. El que nos dará capacidad para perdonar. Desaparecerá esa china del zapato de nuestra vida y podremos caminar con una nueva alegría en nuestro corazón.
Recuerda, pues, cuanto te ha amado Dios y cuanto te ha perdonado, y serás entonces compasivo con el hermano y sabrás perdonar.
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