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martes, 12 de agosto de 2008

Me supo en la boca como la miel

Ez. 2, 8-3, 4
Sal. 118
Mt. 18, 1-5.10.12-14

‘Hijo de Adán, como lo que tienes ahí, cómete este volumen y vete a hablar a la Casa de Israel... y diles mis palabras’. Así el Señor en una visión se la manifiesta a Ezequiel, a quien había elegido como profeta – ‘se apoyó sobre mí la mano del Señor’, escuchamos ayer – y le hace comer el libro de la Palabra de Dios. ‘Abrí la boca y me dio a comer el volumen’.
Es muy significativa la imagen profética. El profeta que va a decir la Palabra del Señor tiene antes que comer esa Palabra de Dios. No podrá trasmitir lo que antes no haya asimilado. ‘Lo comí y me supo en la boca dulce como la miel’. Por eso en el salmo hemos recitado: ‘¡Qué dulce, Señor, es al paladar tu promesa!... mi alegría es el camino de tus preceptos... son mi delicia... más estimo yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata... dulce al paladar más que miel en la boca... mi herencia perpetua... alegría de mi corazón...’
Imagen muy significativa que primero que nadie tenemos que escuchar quienes tenemos la misión de anunciar la Palabra del Señor. No puedo anunciar lo que antes no haya yo escuchado en mi corazón. Con temblor me atrevo a anunciar la Palabra del Señor y con la responsabilidad de haberla asumido primero en mi vida. Soy el primer oyente de la Palabra que anuncio. Eso trato de hacer siempre haciendo oración con esa Palabra antes que anunciarla. Miro mi vida y veo mis limitaciones y cómo no siempre planto como debo esa Palabra del Señor en mi vida y siento la responsabilidad del anti-testimonio que pueda dar mi vida, en la que no siempre se traduce la Palabra del Señor. Que el Señor me ilumine para que me deje transformar por su Palabra. Que no me atreva nunca a anunciarla sin antes yo haberla comido en mi corazón.
Pero todos tenemos que acercarnos con ese amor y responsabilidad a la Palabra de Dios. Todos tenemos que comerla para asimilarla totalmente en nuestra vida. Todos tenemos que descubrir y sentir esa delicia que tienen que ser para nosotros las palabras que nos dirige el Señor.
El Apocalipsis recogiendo esta misma imagen de comer el libro de la Palabra del Señor dice que la palabra es dulce al paladar, pero le produce ardor en el estómago. ‘Toma, cómetelo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel. Tomé el libro del ángel y me lo comí. Y resultó dulce como la miel en mi boca, pero cuando lo hube comido, se llenaron mis entrañas de amargor’. Es dulce la Palabra del Señor, es nuestra delicia, pero es también Palabra llega a la realidad de nuestra vida, señalando lo que hay que corregir, que mejorar, que cambiar, que hacer nuevo. Y eso producirá siempre desgarro en nuestro interior. Como la medicina que nos escuece en la herida, pero que nos sana.
Así tenemos que dejar que la Palabra llegue a nosotros deseando esa salud y esa salvación. Es una Palabra viva que nos arranca del mal y de la muerte y nos llena de vida. No nos resistamos a la Palabra de Dios. No temamos que la Palabra denuncie el mal que hay en nuestra vida. Por muy dulce que sea a nuestro paladar, porque nos trae toda la dulzura de Dios, no puede ser una dormidera para nuestra conciencia y, por otra parte, no puede dejar de arrancar de nosotros el mal que se haya penetrado en nuestro corazón.
Que siempre podamos decir ‘¡Qué dulce es al paladar tu palabra, y alegría para mi corazón!’

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